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    Una leyenda familiar

    La periodista francesa Anne Sinclair es nieta del legendario marchante Pierre Rosenberg, íntimo de Picasso, Braque, Matisse y Léger.
    «¿Sus cuatro abuelos son franceses?», esta pregunta, planteada por un funcionario cuando acudía a renovar una documentación que acreditara mi «condición de francesa», bastó para que acudiera a mi memoria Paul Rosenberg, mi abuelo, amigo y consejero de pintores, cuya galería se encontraba en la calle La Boétie 21 de París. Atraída a mi pesar por esa dirección y por la trágica historia a ella vinculada, deseé de repente revisitar la leyenda familiar. Me sumergí en los archivos. Intenté entender el itinerario de ese brillante abuelo, un innovador en pintura, que pasó a ser un paria bajo el régimen de Vichy. Paul Rosenberg fue un gran marchante. En París, hasta 1940 y en su exilio de Nueva York durante la guerra. Era francés, judío y un enamorado del arte», así se inicia el libro Calle La Boétie 21 en el que Anne Sinclair relata la historia de su famoso abuelo que, indirectamente, es también la suya.
    Hay muchas descripciones de Paul Rosenberg, considerado un hombre astuto y de gusto exquisito, pero Sinclair intenta dar vida al hombre a partir de las cartas privadas y las escasas confidencias.La directora de la versión francesa del Huffington Post, compañera durante veinte años del ex gerente del Fondo Monetario Internacional Dominique Strauss-Kahn, desvela a Tendencias del Mercado del Arte cómo el libro nació del deseo de recoger su historia familiar marcada por el arte y la guerra. Para dar forma a esta biografía se sumergió en el archivo familiar compuesto por centenares de documentos y cartas en las que Paul Rosenberg (quien la llamaba «mi polluelo querido»), con su letra minuciosa e inclinada daba testimonio de lo que fue la obsesión de su vida: sus cuadros, a los que amaba como seres vivos, su ardua lucha por recuperarlos, su voluntad de hacer valer sus derechos y de garantizar a sus hijos una vida acomodada. A la muerte de Rosenberg la galería empezó un lento declive y se alimentaba fundamentalmente de su fondo, gracias al cual la familia vivió holgadamente durante más de cincuenta años pero que, poco a poco, se agotó. De los centenares de cuadros que atesoraban, hoy Anne Sinclair retiene cuatro importantes. Vanessa García-Osuna

    Su abuelo falleció cuando usted tenía 11 años. ¿Qué recuerdos conserva de él?  No le conocí demasiado, por lo que los recuerdos que tengo de él son los de una niña pequeña. Me acuerdo, por ejemplo, de un viaje con mis abuelos al Midi, ¡en el que tardamos tres días en coche!. Pasamos por Saint-Etienne y su museo, por Avignon y su museo junto a Cannes. Recuerdo este viaje como algo muy agradable pero también muy largo …

    Su abuelo sentía que tenía la misión de «promover, mostrar y difundir la cultura contemporánea en un mundo bárbaro.» ¿Qué papel tenía el arte para él? ¿Y para usted? El arte era esencial para él. Estaba absolutamente enamorado del arte. Quería a sus cuadros como si fueran sus hijos. En lo que se llamó la «Guerra Falsa» entre 1939 y 1940 antes de la invasión alemana, se vio privado de una parte de sus pinturas, y las echaba mucho de menos. A la vuelta de las vacaciones, cuando regresaba a su domicilio, nada le hacía más feliz que reencontrarse con sus obras. ¡Era algo carnal! Para mí es diferente, soy una visitante asidua de museos, a los que acudo con placer, ¡pero no estoy tan «enganchada» como él!

    Por las manos de Paul Rosenberg pasaron obras maestras del arte moderno. ¿Cuáles tuvieron un significado especial para él? Mi abuelo conoció particularmente bien a Picasso, a Braque, a Matisse y a Léger. Y adoraba a Renoir. En mi libro, comento el funeral de Renoir, del que mi abuelo fue uno de los pocos asistentes.

    Los apellidos Rosenberg y Kahnweiler son sinónimos del marchand por excelencia. ¿Quiénes serían sus equivalentes hoy en día? Pienso que marchantes como ellos, no solo descubridores y compañeros de los artistas, sino personas visceralmente apasionadas por el arte, son raros de encontrar hoy porque una gran parte del mercado del arte pasa por las casas de subastas en lugar de por las galerías.

    ¿Por qué se negó su abuelo a representar a Dalí? No quiso representarlo porque nunca creyó en el surrealismo en la pintura. Para él, al igual que opinaba Kahnweiler, el surrealismo era principalmente un movimiento literario.

    Paul Rosenberg fue un visionario que escogía artistas avanzados a su tiempo. ¿Qué tipo de arte le gusta a usted? ¿Es coleccionista? No, no soy coleccionista, pero amo el arte tanto del Quattrocento como el de los años 60 y 70. Siento una gran admiración por Rothko. Mi madre me hizo estudiar muy en serio la historia del arte y sé distinguir un Rembrandt de un Velázquez y un Piero della Francesca de un Canaletto… aunque no soy una experta.

    Entre los artistas con los que Paul Rosenberg trabajó, ¿quién cree que le dejó una mayor huella? Picasso, por supuesto, porque era la «perla» de su galería y al mismo tiempo su amigo. Se conocieron en 1918 en Biarritz, después de que Pablo se casara con Olga Kokhlova. Picasso buscaba un marchante que le permitiera trabajar en silencio, sin la necesidad de apresurarse para conseguir algo de comer. Mi abuelo le aseguró una especie de contrato indefinido: se trataba de un contrato de «primera opción», es decir, cuando Picasso pintara un lienzo, se lo enseñaría en primer lugar a mi abuelo quien decidiría si se lo quedaba o se lo podía ofrecer a otra persona. Picasso se instaló en el edificio contiguo a la casa de mi abuelo, y las dos cocinas daban al mismo patio. Picasso le mostraba el cuadro a mi abuelo desde la ventana de la cocina, para que viera en lo que trabajaba en aquel momento… Y todos los días pasaban de la casa del uno a la del otro. Fue una verdadera amistad, de hecho, casi una hermandad, que fue interrumpida por la guerra durante cinco años, pues no había contacto entre Francia y América.

    ¿Y a usted? ¿Quiénes le han impactado más? Personalmente los artistas que más me han impresionado han sido Marie Laurencin, Picasso, Pierre Soulages y Alechinsky. Cuando yo tenía catorce años, Picasso le dijo a mi madre: «¡Ah! Le pintaría un retrato a tu hija… Veo sus ojos por todas partes». Automáticamente me vino a la cabeza el retrato de Dora Maar, y muy preocupada, exclamé: «Oh, ¡no, no!» ¡y salí corriendo!. Puede que Picasso no estuviera hablando en serio ¡pero no se puede decir que yo tuviera mucha vista! [Anne Sinclair explica lo difícil que era para una adolescente de catorce años entender esa pintura abrupta pues, para ella, aquel Picasso era más un depredador de rostros que un gigante del siglo XX].

    Después de haber buceado en los archivos de la familia, y siendo usted periodista, ¿qué le hubiera gustado preguntarle a su abuelo? Me gustaría saber qué les diría a quienes hoy se arrodillan ante el arte contemporáneo, pues él vivió en una época en la que la gente era tan escéptica…

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