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    La colección de Lluís Bassat

    Todo el mundo conoce y reconoce a Lluís Bassat (Barcelona, 1941). Diplomado en Ciencias Sociales, Técnico de Publicidad y formado en Dirección de Empresas, sus spots publicitarios y su prestigio han dado la vuelta al mundo. Y no sólo por eso, sino porque a lo largo de su vida ha ido generando ideas y proyectos que le han valido premios, condecoraciones, doctorados Honoris Causa, membresía en Patronatos de Honor… Ha sido nombrado “El mejor publicitario español del siglo XX”, “El mejor gestor de la publicidad española del siglo XX”… Académico de la Reial Acadèmia Catalana de Belles Arts de Sant Jordi, su amor por el arte le ha acompañado toda su vida, compartiéndolo con su otro gran amor, su esposa Carmen. Juntos han formado una colección que ha alcanzado las 3.000 obras, que se van presentando, a modo de exposiciones temporales, en la sede de su museo, en la Nau Gaudí de Mataró, el primer edificio construido por el arquitecto modernista Antoni Gaudí, donde tiene lugar esta conversación. [Marga Perera. Foto: Maria Dias]

    ¿Cuántas obras forman su colección? Mi colección va evolucionando y actualmente se compone de 3.000 obras, sin contar la obra gráfica, que hay muchísima. Tenemos 2.500 pinturas y más de 500 esculturas. Mi mujer y yo no hemos comprado nunca arte para hacer una colección. No hemos tenido un criterio de museo. Nos interesa el realismo, el surrealismo, la abstracción… Empezamos a comprar porque nos gustaban los cuadros, por lo tanto, es una colección muy heterodoxa. Me cuesta decir cuáles son las piezas fundamentales porque son como hijos. La de Andy Warhol, que no la compré porque me regaló los dos billetes firmados, es mi favorita por la anécdota que hay detrás. Tenemos dos picassos que me entusiasman, dos esculturas de Miró que me encantan, un Barceló, un Chillida con una historia preciosa… 

    ¿Cuál es esa historia…? Lo vimos en ARCO, pedimos precio y pensamos que no podíamos comprarlo. Siempre hemos comprado al límite de nuestras posibilidades, pero en este caso pensamos que estaba fuera de nuestro alcance. Dimos vueltas por toda la feria y todo lo que veíamos nos gustaba menos que el Chillida. Al final mi mujer me dijo: «te lo regalo por tu cumpleaños»; mi cumpleaños es en octubre y ARCO en febrero, pero tanto daba [dice sonriendo]. El regalo no fue solo la escultura, sino que incluyó una visita al Chillida Leku, que no se había inaugurado todavía, y conocer al artista; estuvimos tres horas paseando por el parque a solas, con mi mujer, Carmen, Chillida y yo, hablando de su escultura. Otra pieza entrañable es La núvia, del suizo Beat Keller. Yo necesitaba un diseñador gráfico y entre los muchos currículums que llegaron a mi despacho estaba el suyo; él vivía ya en Barcelona y había trabajado en Suiza haciendo campañas buenísimas para Swissair, y lo fiché. Entonces no sabía que era escultor y estuvo años en mi agencia haciendo trabajos maravillosos, donde yo escribía los textos y él hacía la parte gráfica. Un día me dijo que me iba a invitar a una exposición de escultura en la galería René Metras; fui y compré esta pieza, hubiera podido comprársela directamente a él, pero quise apoyar a quien había creído en el artista. La tengo en la entrada de mi casa; es una vieja silla plegada, un embudo y una concha… le tengo mucho cariño. 

    ¿Cuál fue su primera adquisición? El primer cuadro que compramos era de Àngel Jové, un artista conceptual que se pasó al cine e hizo películas con Bigas Luna. El arquitecto Josep Bonet nos había hecho un modestísimo piso en la calle Balmes; era una casa que parecía Cadaqués, no había casi muebles, había bancadas de obra, que era más económico. Y Bonet dijo: «en esta casa hace falta un cuadro». Nos presentó a Jové y nos enseñó uno que era como cuatro cuadros juntos de colores violetas y verdes y nos encantó. Nos pidió 6.000 pesetas, yo ganaba 20.000 y mi mujer, 6.000, pero pagábamos 15.000 de hipoteca, así que nos quedaban 11.000 pesetas para vivir. Dijimos que no podíamos comprarlo y nos propuso pagarle 1.000 pesetas al mes. Era en 1968. Aquel fue el primer cuadro, estuvimos pagándolo seis meses. Lo hemos tenido siempre en nuestra casa en Barcelona y ahora en Llavaneres. 

    ¿Alguna vez ha lamentado no poder comprar una obra? Una vez, en la FIAC, en París, vimos un Picasso que nos cautivó. Yo ya tenía la agencia de publicidad, me ganaba bien la vida y pensamos que era el momento de comprarlo. Nos dijeron una cantidad; dimos vueltas por la feria, pero sin quitárnoslo de la cabeza. Al final, volvimos al stand de la galería y preguntamos si los francos que nos habían pedido era el último precio y nos dijeron que no eran francos franceses sino dólares, lo cual significaba cuatro veces más, así que no pudimos comprarlo. Como le digo, siempre hemos comprado al límite de nuestras posibilidades. No tengo espíritu ahorrador y, en cuanto podíamos, comprábamos más cuadros. Cuando veo a otros coleccionistas archimillonarios, pienso que tiene mérito que hayan hecho una colección, claro, pero nosotros la hemos hecho con menos dinero y más amor. Carmen y yo nos conocimos cuando teníamos 15 y 16 años, ahora tenemos 78 y 79, y en muchos sentidos, nos hemos educado juntos, hemos visto museos juntos, hemos conocido artistas juntos… hemos desarrollado un gusto parecido. Por ejemplo, entramos en una galería y nos separamos, vemos todos los cuadros, luego nos preguntamos si nos ha gustado alguno y normalmente es el mismo. Nos pasó en la galería Senda, en Barcelona, en la exposición de Zush, donde había 80 dibujos pequeños; a ella le gustaron dos y a mí uno, coincidimos en uno y el otro era el segundo que me había gustado a mí, y compramos los dos. Me sucede también con Núria Poch, directora del Museo, con quien llevamos trabajando juntos once años. 

    Si una colección es un reflejo de la personalidad de su dueño, ¿qué dice la suya de usted? Me gusta el buen arte, que puede ser realista, surrealista, informalista… y también el antiguo y los impresionistas franceses. En mis inicios, con las 6.000 pesetas hubiera podido adquirir un pintor catalán que, en 1968, hiciera cuadros como a principios de siglo, pero me parecía que esto no era demasiado auténtico. Pensé que era mejor fijarme en artistas de mi generación como Àngel Jové, Serra de Rivera, Artigau, además de otros un poco mayores, como Guinovart, Ràfols Casamada, Hernández Pijuan… Nos gusta el arte de nuestra época con alguna excepción, y no me importa nada decirlo públicamente: por ejemplo, nos gustan pocas obras de videoarte, las de Bill Viola, sí, pero no muchas más. Pongamos, por ejemplo, un artista abstracto que dibujaba muy bien, que ahora ya no dibuja y utiliza manchas, pero puede verse que tiene una formación de arte y dibujo muy buena. En cambio, muchos videoartistas no tienen la más mínima formación cinematográfica; lo digo porque yo debo haber rodado unos 3.000 spots publicitarios en mi vida y sé muy bien lo que es la actuación, la iluminación, el montaje, el ritmo… he tenido que espabilarme para comunicar cosas en 20 ó 30 segundos y a veces en uno o dos minutos, en los cuales poníamos un empeño cinematográfico enorme. Y hay unos vídeos de arte ¡que están tan mal hechos! y la idea puede ser bonita, pero no se dan cuenta de que la interpretación es infame, la luz está equivocada… No soy capaz de comprar videoarte para verlo muchas veces. Hay cosas extraordinariamente hechas, como las de Viola, pero muchas infumables y desde aquí mando un mensaje a los artistas que hacen vídeo: si tienen una buena idea que se asesoren por alguien que sepa hacer un vídeo; Damien Hirst también tiene una idea y luego se la fabrican otros. No pasa nada por dejarse asesorar… También he visto cuadros realmente mal pintados [dice sonriendo]. 

    De los artistas que ha conocido, ¿quiénes le han impresionado más? Le contaré una anécdota. Estábamos en Nueva York, en la Tercera Avenida, en un mercadillo de antigüedades, y mi mujer, que colecciona pitilleras de plata, vio una en una vitrina; un señor la cogió y la dejó. Le pregunté: «¿No la quiere?», dijo que no y, al mirarle, exclamé: «¡usted es Andy Warhol!». «¿Me conoce?». «¡Pero si es conocido en todo el mundo!». «¿De dónde son ustedes?». «De Barcelona». «¿Y en Barcelona me conocen?». «¡Por supuesto!». Le conté que la tarde anterior habíamos estado en el Whitney viendo una exposición suya con mi familia y que yo les estuve explicando lo que era el Pop Art y cómo él había elevado cosas populares, como las latas de sopa Campbell o el billete de 1 dólar, a categoría de obra de arte. Le pregunté si no tendría un billete de 1 dólar y se sacó de la cartera dos absolutamente nuevos… «¿No le importaría firmarlos?». «Con mucho gusto». Los tengo en mi casa como un cuadro. Al final compramos la cajita y se ha convertido en la pieza más valiosa de la colección porque Warhol la tuvo entre sus manos. 

    También tuvo mucho trato con Dalí Sí, porque le compramos los derechos para reproducir el sofá de Mae West. Se dice que era raro, pero a mí me cayó muy bien; era muy inteligente, un tipo increíble. Un día nos invitó a un happening que hacía en Granollers; teníamos que ir vestidos de blanco y amarillo y él iba en una especie de camión con una manguera con la que nos iba chorreando a todos con pintura blanca y amarilla. Lo vi varias veces más, una de ellas en Nueva York. Yo iba a la ciudad con frecuencia, aunque entonces no me alojaba en hoteles tan caros como Dalí, pero pensé que por una vez… así que estuvimos en el St. Regis, pero… ¡cuántos días tuvimos que estar para poder verle! Porque siempre estaba ocupado con otras cosas. Tenía una planta entera alquilada y montaba fiestas y de todo. Iban pasando los días y nosotros pagando las facturas, hasta que al final pude hablar con él y ya regresamos a Barcelona. Todo lo que ha quedado de esto es que la empresa BD de diseño edita el sofá, pero los hace en plástico, no con el velvetón del original. 

    ¿Qué adquisiciones marcaron un punto de inflexión? En 1973 adquirí un cuadro en la galería Adrià de Barcelona que se titulaba Bañistas, de Serra de Rivera, y me quedé hablando con Francesc Mestre, director de la galería; me explicó que Miquel Adrià necesitaba algún socio, y a las 11 de la noche ya habíamos pactado que yo compraría un 35% de la galería y conseguí cinco amigos que pusieran un 5% cada uno y otro, un 10%. Mestre hacía exposiciones fantásticas, de Guinovart, Maria Girona, Ràfols Casamada, Artigau… de artistas valencianos, como Artur Heras, Rafael Armengol, Manuel Boix… de madrileños, como Canogar… En cada una yo compraba uno o dos cuadros. Pero no sabíamos que en 1973 empezaba la crisis del petróleo en el mundo y que en el 75 llegaría durísimamente a España. Y nosotros, que estábamos comprometidos con los artistas a comprarles su obra y cada mes les pagábamos por la que nos iban entregando, no vendíamos lo suficiente como para cubrirlo. La contable, que se llamaba Emilia, me llamó un día para decirme: «Señor Bassat, este mes necesitaríamos 150.000 pesetas». Adrià, a quien no le iban bien las cosas, no podía poner dinero y a los amigos del 5%, ni podía proponérselo, con lo cual, cada mes yo tenía que poner más, lo que faltara para poder pagar los sueldos y los impuestos, y como ya sabía que este dinero nunca me lo devolverían, con 150.000 pesetas me quedaba más cuadros y antes de inaugurar la exposición compraba uno o dos más… Llegaron los años 80… ¿Cuento una cosa muy privada? [pregunta Lluís Bassat a su mujer sonriendo]… Bueno, la cuento, qué más da. 

    ¿Qué sucedió? Un día, me llama Emilia para decirme que ese mes necesitarían 450.000 pesetas; telefoneé a Carmen para preguntar cuánto dinero teníamos en el banco y me dijo: «450.000 pesetas; en la Caixa, 1.000, y en casa 1.000». Y le dije: «pues no te asustes, voy a hacer un talón de 450.000 pesetas». Fue tan elegante Carmen, que me dijo «¿te lo has pensado bien?». «Sí, sí, porque así podré decir que he puesto en la galería todo lo que tenía. Nadie podrá recriminarme si al mes siguiente ya no puedo poner más dinero». Así que lo puse todo en la galería y al mes siguiente hubo que cerrar porque no había más dinero. Pero yo había tenido una intuición, que resultó providencial. Un año antes se había quedado vacío el local de al lado y lo alquilamos como almacén; cuando nos quedamos sin dinero y cerramos la galería, en 1980, nos dieron diez millones de pesetas por el traspaso de los dos locales. Afortunadamente, pudimos, más o menos, recuperar el dinero. Dije al señor Adrià y a los socios que escogieran, cuadros o dinero, y todos escogieron dinero. Yo tuve que quedarme con los cuadros y ese fue un punto de inflexión en nuestra colección. Porque si compraba 3 ó 4 cuadros de cada exposición y hacíamos diez al año durante 7 años, ya eran muchos cuadros, pero además, tuvimos que quedarnos con el fondo completo de la galería. 

    ¿Qué artistas le han dejado más huella? El que más, Miró, sin duda. Hace muchos años, le pidió a los arquitectos Josep Bonet, Cristian Cirici, Oscar Tusquets y Lluís Clotet que le ayudaran a montar una exposición en el Colegio de Arquitectos de Barcelona. Él les mandó un boceto de lo que tenía que ser la fachada del Colegio y ellos me pidieron si yo podía ocuparme de las proyecciones del evento. Miró les había pedido que pintaran todos los colores menos el negro, y vino el día de la inauguración con un cubo de pintura y una escoba y pintó el negro sin mirar el boceto. Para quienes digan que hacía rayas al tuntún, puedo asegurar que pintó exactamente el negro que estaba en el boceto, sin mirarlo. Fue una experiencia fantástica verle pintando toda la fachada, que yo creo hubiera tenido que conservarse porque era un mural espectacular que daba toda la vuelta al edificio. Miró y su amigo Joan Prats nos invitaron a desayunar un café con leche y un croissant en un barecito que había al lado del Colegio de Arquitectos. También conocí a Tàpies bastante bien en su casa en la calle Zaragoza en Barcelona. Y traté mucho a Ràfols Casamada y a María Girona, que venían a cenar a casa, y por supuesto a Guinovart, al que me llevé a Nueva York…. 

    ¿Cómo fue esta experiencia? Cuando Guinovart cumplió 70 años le llamé para felicitarle e invitarle a una cena con críticos de arte que habían escrito sobre él. Estaba todavía en la galería Adrià y pensaba que era el artista que más éxito podía tener en Estados Unidos de todos los que trabajaban con nosotros. Ogilvy, mi agencia asociada en América, era miembro de honor del MoMA y les pedí si podían conseguirme una entrevista con el director del museo y me la concedieron. Yo, con una ingenuidad fuera de lo normal porque no conocía nada de este mundo, le dije que tenía el gusto de regalar un cuadro de Guinovart al MoMA y él me replicó: «Señor Bassat, si tuviera que aceptar un cuadro de todos los artistas y galerías del mundo que quieren regalarme uno, habría una cola que daría la vuelta a Manhattan», se ofendió y me sacó de su despacho con malos modos. Esa noche, en una cena con gente de Ogilvy, conocí a una curadora de museos y le conté que me habían echado del MoMA por querer regalarles un cuadro. Me dijo que esto no se hacía así y me explicó que fuera a diversos museos porque mi empresa iba a hacer un concurso para hacer una donación y quería ver qué condiciones ofrecían los diferentes museos para decidir a cuál de ellos se le haría la donación. Aprendí la lección y pedí hora con el director del Guggenheim y le dije exactamente que quería hacer una donación a un museo norteamericano explicado con un lenguaje diferente; me dijeron que mandarían una curadora y vino Margit Rowell, que estuvo viviendo en mi casa, la acompañamos a Castelldefels a ver a Guinovart y se enamoró de su obra. Luego regalamos al Guggenheim un óleo grande y dos papeles grandes muy bonitos. Yo tenía interés en que Guinovart estuviera en Estados Unidos porque, al asociarme con Ogilvy, iba cada dos meses a Nueva York; las reuniones acababan a las seis de la tarde y hasta las ocho me dedicaba a visitar galerías y museos. Así, vivir allí varios meses al año me permitió conocer muy bien su escena artística. 

    ¿Con qué personas del mundo del arte se relacionó? Conocí muy bien a Leo Castelli y en una de mis visitas a la galería Martha Jackson, donde exponía Tàpies, les hablé de Guinovart y me preguntaron si estaba en algún museo, les dije que no y me dijeron que no podían exponerlo pero que, llegado el caso, volviera a proponérselo. Y fue entonces cuando quise regalar un cuadro a un museo. Y así fue. Cuando el Guggenheim aceptó tres obras de Guinovart, volví a Martha Jackson, esta vez con Guinovart; él se llevó un cuadro no muy grande pero muy trabajado, colorista, era una maravilla. Y el hijo de Martha Jackson le propuso cambiarlo por un Tàpies. Guinovart me dijo: «Dile que mejor que sea un aguafuerte y no una litografía cualquiera». «No ha dicho un grabado, Guino; ha dicho un Tàpies». «No puede ser». Le dijo que sí y entonces trajo un Tàpies del mismo tamaño y se lo cambió. ¡Guino no se lo podía creer! Y le montó la exposición. Hay que decir que Tàpies intervino porque no le hacía demasiada gracia que Guinovart tuviera una individual en la galería Martha Jackson, y tuvo que ser una exposición a tres, con dos artistas americanos. Pero esto le abrió las puertas del museo de Brooklyn, que le hizo una antológica importantísima para la que presté muchos cuadros. 

    Debe tener muchas anécdotas con él… A los dos nos entusiasmaba el jazz y cuando ya habíamos terminado el trabajo del día, cogíamos el metro y nos íbamos a Harlem a los clubs de jazz. Además era muy trabajador como pude comprobar en una exposición: un viernes por la noche llegó a la galería con su hermano, que le ayudaba a descargar los cuadros; alguno estaba empezado, alguno acabado… pero la mayoría estaban sin pintar y, aun estando en blanco él decía dónde tenía que ir colgado cada uno en la galería. Yo recuerdo, con terror, decirle a Francesc Mestre: «¡Pero si inauguramos el martes!, ¿qué va a pasar?». «No te preocupes, que el martes estarán hechos». Guinovart se encerró en la galería desde el viernes hasta el martes, día y noche, y pintó todos los cuadros y fueron extraordinarios. ¡Ojalá hubiera comprado la exposición entera! Era un gran trabajador, lo tenía pensado todo en la cabeza y lo acababa todo en el último momento. Digo esto porque, poco antes de morir, mi hija le encargó unos grabados para regalar a sus clientes y cuando nos enteramos de su muerte pensamos que no habría podido firmarlos pero que, como su sobrino es el grabador, haría un certificado de que los había hecho Guinovart. Fuimos al entierro y al salir le dije al sobrino: «Qué pena que los grabados no los haya podido firmar». «¡Claro que los firmó! Anteanoche me dijo que no había firmado los grabados de Anna Bassat, que se los llevara». Se los llevó a la clínica y estuvo firmando desde las diez de la noche hasta que los firmó todos y a las tres de la madrugada moría. Se quedó dormido y a las dos horas fallecía. Y le dije a mi hija que el último grabado lo quería yo porque era lo último que había firmado Guino en su vida. Tengo un enorme respeto por su sentido de la responsabilidad. 

    Como publicista, ¿qué papel juega el marketing en las carreras de algunos artistas? Juega para mal. Yo, que me he ganado la vida vendiendo productos de mis clientes, creo que el arte con marketing es menos arte. Me parece que, en los artistas que utilizan grandes técnicas de marketing para darse a conocer en ferias y exposiciones, hay menos pureza. No diré que desconfíe, pero me interesa un poco menos su obra. Como también me interesa menos la obra de los artistas que no la hacen ellos; ya he mencionado a Damien Hirst, a quien conocí personalmente porque me lo presentó el cantante Bono, que me invitó a su concierto en Barcelona y ahí estaba Hirst. Creo que está muy bien tener ideas, pero que las hagan otros… Está bien en el cine, pero en el mundo del arte, de la pintura… eso me interesa menos y también me interesan menos los artistas mundialmente famosos, que aparecen en todas las televisiones del mundo, en todos los reality shows, y llevan su fama a promocionar una marca. Creo que el artista de verdad es más prudente, tiene más decoro. Eso no quiere decir que no les gustase a todos los artistas ser más reconocidos y más comprados, pero el marketing como medio para llegar a eso no me parece que favorezca al artista. Tengo buena relación con artistas contemporáneos míos, sobre todo de Mataró y de Barcelona, pero nunca he utilizado marketing para ayudarles a vender; les he echado una mano de maneras más sutiles, invitando a los compradores a mi casa y presentándoles al artista. Yo he sido un recomendador, pero nunca un vendedor; les he vendido porque yo les he comprado antes, y mis amigos, que me reconocen un cierto conocimiento del mundo del arte, han visto obra de ellos en mi casa y también han acabado comprando. 

    ¿Ha hecho alguna vez un encargo? Sí, aunque no muchos. Le hice uno a Ricard Jordà, un artista de Mataró. A mí me han hecho muchos retratos, pero no tengo ninguno con Carmen; le conté que me hacía ilusión tener uno con mi mujer, pero le pedí que no fuera convencional, que pusiera su creatividad, mientras saliéramos Carmen y yo, con el resto que hiciera lo que quisiera. Y nos pintó un cuadro estupendo basado en El regreso de los Bassat, un libro que escribió Vicenç Villatoro y que habla de la historia de mi familia, que tuvo que salir de España cuando la Inquisición, apareció por Constantinopla y Bulgaria y que en 1929 mi abuelo volvió a Barcelona y se instaló aquí, y cuenta todo en periplo de esta familia sefardita que tuvo que huir de España y volvió. Y ha hecho un cuadro sobre esta historia: hay un barco, una maleta, tipografías con los nombres de nuestros hijos…. También encargué a Serra de Rivera un retrato de Carmen y luego me hizo otro a mí. 

    ¿Por qué no contamos con un coleccionismo privado sólido? Porque no hay ningún tipo de ayuda económica. Cada vez que compro un cuadro lo hago con un dinero que he ganado y del que ya he pagado impuestos, y es del que me queda después con el que compro el cuadro. En América, antes de pagar impuestos compras el cuadro, te desgravan y pagas menos impuestos por ello. En las oficinas de Ogilvy, en Nueva York, el comedor de los directores estaba lleno de cuadros de artistas norteamericanos. Yo les preguntaba cómo podían tener tantos cuadros con el dineral que valían y me dijeron que compraban el cuadro a su precio, pero una tercera parte o la mitad la habían desgravado. En España no hay una ley de mecenazgo decente y es una de las cosas por las que clamo en el desierto desde hace años. Hemos de tener una ley de mecenazgo que ayude a artistas, galeristas, museos, particulares, empresas y coleccionistas. Me parece desproporcionado pagar el mismo IVA por un cuadro que por un yate. Hacienda y Cultura tendrían que ponerse de acuerdo en cuánto dinero tendrían que recaudar y lo primero que tendrían que hacer es que todo el mundo pague impuestos, que hay mucha gente que no los paga, y que se destine una parte de su dinero a cultura, no sólo al arte, sino también al teatro, la danza, la música… 

    Lluís-Bassat©Maria-Dias-retocado

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