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    Cristóbal Toral: iluminar otra realidad

    La biografía casi literaria de Cristóbal Toral, una de las figuras emblemáticas del realismo español, está plagada de exposiciones y reconocimientos a una carrera que alcanza el medio siglo. Le entrevistamos en su casa madrileña, donde en otro tiempo fue visitado por pintores como Allen Jones y Mel Ramos. En las paredes de su estudio abuhardillado e iluminado con altos tragaluces, adivinamos la celebérrima fotografía de prensa en la que aparece junto al astronauta Collins, Nueva York 1969; así como el cartel de la Bienal de Fiorino (Florencia) 1977, en la que ganó la Medalla de Oro frente a rivales como Balthus. Foto: David Garcia Torrado. Amalia García Rubí

    Acaba de inaugurar en Houston su última exposición Sí, es una retrospectiva en una galería importante, The Art of the World. Llevo pinturas de los últimos diez años pero está centrada sobre todo en mi trabajo reciente. Después de dos décadas de ausencia en Estados Unidos, me hace mucha ilusión volver. Desde principios de los 70 hasta los 90, estuve exponiendo regularmente en Nueva York, París y Hamburgo, donde tenía galería, pero decidí dedicarme durante un tiempo a proyectos de índole cultural, colaborando con museos e instituciones públicas, etc. Hice una itinerante por museos de Iberoamérica, otra exposición amplia en el Centro Cultural de la Villa de Madrid…

    Su relación con Nueva York se remonta a 1969, cuando la fundación March le concede una beca de fin de carrera… Fue mi primer viaje a Estados Unidos. Enseguida participé en las colectivas de artistas españoles. Dos años después, en 1972 comencé a colaborar con la galería Staempfli una de las más importantes de Norteamérica, que tenía obras de Magritte, Delvaux… y donde exponían artistas como Claudio Bravo y también Antonio López.

    ¿Le influyó la vanguardia estadounidense de aquel momento? El nuevo realismo de Richard Estes era una tendencia en boga. Cuando llegué, yo ya tenía una obra bastante hecha influida por Chagall, de quien admiro su especial concepto de la ingravidez. Partía de un “cosmicismo” casi abstracto, rompiendo los elementos de la representación en fragmentos esparcidos por el plano del cuadro. Las aportaciones posmodernas del fotorrealismo neoyorquino enriquecieron mi vocabulario figurativo que se hizo más contemporáneo. Fue un momento fundamental en el desarrollo de mi trayectoria.

    ¿Ha cambiado mucho desde esa etapa de juventud? En esencia sigo siendo el mismo. Uno no se puede traicionar aunque hayan pasado muchos años. Mi punto de partida siempre ha sido la realidad pero sin dejarme esclavizar por ella. Por eso he podido interpretarla libremente, fuera de ataduras y echando mano de la imaginación tanto como del mundo alrededor.

    ¿Siempre estuvo donde quiso estar, al margen de grupos o tendencias? No formé parte de la llamada Escuela de Madrid ni tampoco me alineé con los hiperrealistas norteamericanos. A pesar de la evidencia de la realidad en mi obra y del respeto escrupuloso a los procesos y los tiempos de la pintura-pintura, yo prefiero hablar de figuración antes que de realismo porque es un término más amplio que surca territorios de mayor indagación creativa.

    Me hice artista de milagro”. ¿A qué o a quién debe esa maravilla? Viví solo durante muchos años en un entorno semisalvaje, sin más familia que mi padre. Todo contacto con la civilización se reducía a un cabrero, un cazador o los labradores que veía a lo lejos, en el campo. En ese aislamiento en plena naturaleza, surgió de repente la oportunidad de acudir a una Escuela de Bellas Artes, algo que se puede considerar, sin duda, un milagro.

    Y en ese microcosmos tan apartado ¿Cómo se inicia en el camino de la pintura? Tenía una vocación innata y mi padre supo verlo. Él me dio todas las facilidades a su alcance para que yo pudiera formarme en el arte. Desde que tuve uso de razón, sentí una necesidad de dibujar instintiva, trazaba siluetas con un palo en los caminos de tierra y dibujaba horas, en la choza, a la luz del candil, con los colores y cuadernos que él me traía cuando iba a Antequera a por vituallas.

    ¿El salto a la Escuela de Bellas Artes se produjo siendo todavía un adolescente? Entonces yo ya era un mozalbete de diecisiete años. Primero y también de manera casi fortuita, comencé asistiendo a las clases nocturnas de dibujo en la Escuela de Artes y Oficios de Antequera, gracias al consejo de dos cazadores que un día aparecieron por la choza de Las Lomas donde vivíamos. Quedaron sorprendidos con mis dibujos que colgaban de las paredes. Mi padre me compró una bicicleta e iba y venía todos los días a la escuela, después de cada jornada de trabajo. Nada más entrar, gané el primer premio de fin de curso y don Emilio del Moral, director entonces, me apoyó para conseguir una beca de la Caja de Ahorros y poder estudiar en la Academia de Bellas Artes de Sevilla. Los últimos cursos los hice en Madrid. Desde que comencé a estudiar me planteé ser el primer alumno de mi promoción y lo conseguí.

    ¿Qué le aportó ese aprendizaje académico? No recuerdo haber tenido profesores excepcionales, pero sí me enseñaron a dominar las herramientas básicas: el dibujo, las proporciones, la composición, el color, para lograr que la mano obedeciera al cerebro, como decía Miguel Ángel. Sin embargo, al terminar me di cuenta de que esa agilidad adquirida no bastaba. Había que ser pintor, y yo era consciente de ello. Destacar como artista y crear tu propio mundo suponía otra cosa muy distinta al solo buen manejo de la técnica.

    No tardó mucho en situarse como artista internacional. En la Bienal de São Paulo de 1975 gana el Primer Premio de crítica y público ¿Hay un antes y un después de aquel éxito? Luis González Robles era comisario en la Bienal. Le comunicaron que debido al régimen dictatorial de España, se vetaba la participación de los artistas a los que representaba. Un miembro del jurado vio mi obra El emigrante muerto y comprobó que se trataba de una denuncia social contundente, en las antípodas de la ideología franquista. Entonces se decidió organizar una votación popular en la que salí elegido por mayoría. Fue un reconocimiento extraoficial pero abrumador que me benefició mucho, desde luego.

    Su figuración se ha mantenido siempre dentro de la modernidad ¿Cómo lo ha hecho? Sin renunciar a aquello en lo que he creído. Durante un tiempo hubo un debate muy duro entre los informalismos y la figuración en el que la abstracción se impuso casi como la modernidad absoluta. Cuando en 2009 me otorgaron el Premio de Artes Plásticas de la Comunidad de Madrid, en mi discurso de agradecimiento mencioné con cierta ironía que en aquellos tiempos “pintar bien y ser premiado era algo casi imposible”.

    ¿Se considera un artista de raigambre hispánica? En cierto modo, sí. Creo que al arte español del siglo XX le ha costado entrar en la vanguardia porque tiene tras de sí una tradición histórica impresionante, mucho más rica que la americana: Goya, Velázquez, Zurbarán, El Greco… Contemplar la obra de estos maestros siempre ha sido para mí una influencia enormemente positiva. Sin embargo, en los sesenta teníamos pintores españoles como Saura que sabían muy bien cómo pintaba un Pollock o un De Kooning. Yo entonces no tuve esa visión cosmopolita porque procedía de un entorno más aislado y fui consolidando mi personalidad en solitario, un poco por raíces y otro tanto por voluntad propia.

    A veces ha hablado de las tres patas que sostienen su idea del arte ¿cuáles son? El arte del pasado, el arte de la modernidad y la realidad. Creo que las referencias en mi obra a la gran pintura son evidentes. Pero también he bebido de Cezanne y de las vanguardias, el cubismo, el surrealismo… Por último, la realidad con todas sus luces y sus sombras, es para mí la base fundamental, de la que me nutro no solo como artista sino como persona. Uno no puede ser sino su propia biografía y sus gustos. Y en ese sentido, siempre me han interesado más Rembrandt o Van Gogh que Jeff Koons.

    ¿Pintar equivale a evadirse del mundo? No. El arte es algo muy serio. Un artista siempre ha de ser testigo de su tiempo. La pintura posee la capacidad de expresar muchas cosas, y el pintor tiene que hacerse eco de ellas. Creo que en mi obra siempre ha existido cierta base de denuncia de las desigualdades, las injusticias… aunque desde perspectivas estéticas e interpretaciones diversas.

    Además de su autobiografía, La vida en una maleta, ha escrito también crítica y ensayos sobre artistas contemporáneos… ¿Ese aspecto histórico-literario aparece también en sus cuadros? En mi pintura a veces hay guiños a artistas de la modernidad y a los clásicos también. André Malraux, uno de los intelectuales con más voz del siglo XX, dijo que “toda obra de arte nace en otra obra de arte”. Manet retomó a Goya y éste nació de Velázquez… A mí me fascina Hopper porque existe un surrealismo metafísico subyacente en sus personajes y espacios aparentemente normales. Magritte habla de una manera también intrigante, de ese misterio palpable en lo real. Creo que en la vida cotidiana, aquí mismo y ahora, se esconde un extrañamiento inexplicable. El artista puede ver esa otra cara extraordinaria de lo convencional.

    Cuando se piensa en usted es casi imposible no imaginar una maleta a su lado ¿Cuándo y por qué empezó a pintar maletas? Cogí mi primera maleta cuando me fui a las marismas de Sevilla a segar arroz, en los años 50. Llegué a una pequeña pensión; se me quedó grabada mi propia imagen en esa habitación con un camastro y mi maleta al lado. Otra realidad que me impactó de aquel tiempo fueron los emigrantes que salían en tren de España con lo poco que tenían en sus maletas para ir a trabajar a Alemania. De ahí surgió el símbolo del equipaje como metáfora de la naturaleza nómada del hombre que va buscando el mejor lugar para vivir…El hecho del tránsito siempre me ha interesado y la maleta se ha convertido en su icono moderno.

    Ese objeto vulgar, de uso cotidiano, lo retrata como si fuera un rostro o un desnudo… Bueno, la maleta antigua tiene una belleza plástica indudable. Por eso me entusiasma pintarla con esa meticulosidad. He querido infundir a la cosa común un significado contemporáneo personal. Y ahí es donde entra en escena el objeto descontextualizado. En mi estudio de Toledo tengo naves llenas de maletas que he ido comprando en las subastas de los aeropuertos. Con ellas construyo escenografías en pleno campo. Las coloco, las acumulo y hago que interactúen, espero luego que la luz del paisaje las modele y entonces las pinto. Me transmiten una impresión maravillosa de movimiento congelado, de viaje un tanto onírico.

    ¿Y ese significado del viaje también sale de las fronteras terrenales? Sí, está presente en el sentido cósmico de mi realismo. Con el tiempo, la Tierra se va quedando pequeña y existe una necesidad de buscar nuevos lugares en el Universo. Pero esto es otro concepto de tiempo-distancia mucho más complejo. Sin embargo, creo que existe una curiosa relación entre el primer homínido que se aventuraba en la tierra ignota buscando praderas para cazar y el astronauta que se lanza al espacio infinito para descubrir planetas remotos donde asentarse en un futuro, quizá…

    En su antológica de 2014, Cartografía de un Viaje, en el Centro Tomás y Valiente de Fuenlabrada, hizo una apuesta arriesgada por la escultura- instalación ¿Cómo da el salto de la pintura a la tercera dimensión? Algunos de estos grandes ensamblajes también están en mi exposición de Houston. Parten del objeto real manipulado y no representado, por lo tanto ya son otra cosa. El artista no debe estar encorsetado, hay que atreverse a hacer proyectos diferentes pero de una manera natural, sin forzar. Ha sido una opción consciente que huye de la fórmula sin renunciar a lo propio.

    En 1973 su galerista neoyorquino George W. Staempfli agrupaba la obra todavía joven de Toral en tres asuntos básicos: trenes, desnudos y manzanas. ¿Qué debemos añadir hoy a estas ‘iconografías’? Mi mundo no ha cambiado mucho. Lo que ocurre es que ha evolucionado, pero los temas son esencialmente los mismos. Quizá han adquirido matices distintos, a veces más irónicos, otras más graves. Los trenes han sido motivos menos tratados en los últimos años quizá porque los actuales no tienen la misma belleza, el toque romántico que tenían los de antaño…

    Académico de Honor de la Real Academia de Bellas Artes de Santa Isabel de Hungría, Sevilla, Premio de Artes Plásticas de la Comunidad de Madrid, entre otros muchos ¿Cómo recibe estas distinciones? Siempre es bonito para un artista que le reconozcan, porque significa la culminación de una larga entrega. Aunque para mí ya es una enorme satisfacción el que haya podido dedicar mi vida a la pintura. Lo realmente importante, en cualquier caso, es hacer una obra que quede, que no se esfume, sino que permanezca en la retina y la mente del público, tanto del especializado como del aficionado. Ese es para mí el mejor de los premios.
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