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    Pello Irazu, el astronauta existencial

    Nombre esencial de la escultura española contemporánea, Pello Irazu (Andoain, Guipúzcoa, 1963) ha desarrollado una sólida trayectoria en la que ha fusionado la obra tridimensional, en su vertiente más amplia, con la fotografía, el dibujo y la pintura mural. Su trabajo orbita en torno a las relaciones entre los cuerpos, los objetos, las imágenes y el espacio. El artista vasco nos abre las puertas de su estudio bilbaíno para repasar los acontecimientos que marcaron su carrera, desde el encuentro con Oteiza y su integración en la llamada ‘Nueva Escultura Vasca’ hasta su enriquecedora etapa neoyorkina. Vanessa García-Osuna. Foto: Juantxo Egaña

    De no haber sido artista ¿qué le hubiera gustado ser? No creo que pueda responder claramente a esta pregunta. Fui un buen estudiante pero no hubo ninguna profesión que me llamase la atención (salvo la querencia infantil por el fútbol). Me he criado en un pueblo pequeño y en una familia humilde, donde la única vinculación con algo artístico era que mi madre, Maritxu, trabajaba de modista. En la distancia, pienso que verla trabajar en casa tan de cerca, elaborando todo tipo de ropa y vestidos para familiares y gente conocida, una actividad tan visual, tan sencilla y compleja a la vez, ha sido una referencia para mi. He dibujado desde niño y reconozco mi sensibilidad como algo natural, nunca sentí que lo artístico fuese una meta, algo profesional. Creo que mi curiosidad infantil fue un gran motor, y mucho mas en una época en la que la información se transmitía de un modo más convencional y donde la imaginación jugaba un papel fundamental. Al no poder acceder a nuestros objetos de deseo originales (ya fuesen obras de arte, lugares, arquitecturas,…) accedíamos a sus imágenes por medio de libros, calendarios, la tele, etc. Así, el consumo de una imagen se convertía en una experiencia verdadera, en un acontecimiento vital; de esta manera fui elaborando mi imaginario. En realidad no supe lo que era el arte y los artistas hasta llegar a Bilbao y tampoco tuve ocasión de visitar ningún museo hasta entonces.

    Como dice, se crió en un pueblo, Andoain, ¿cuáles fueron sus primeras experiencias con el arte? Me acuerdo, cuando tenía 6 años, de una excursión con la Ikastola a las cuevas prehistóricas de Santimamiñe donde vi unos animales pintados en la pared; recuerdo entrever e imaginarme formas en las piedras de la cueva. Ese juego siempre me ha gustado: reconocer formas entre las luces y las sombras. También me vienen a la memoria los concursos escolares, en los que jamás gané nada, y con 11 años, el proyecto pedagógico que el pintor Rafael Ruiz Balerdi organizó en mi escuela: un taller abierto en el que, mientras él pintaba, cualquiera podía ir a pintar lo que quisiera (en mi atrevimiento comencé a pintar en un tablero de 2x1m Napoleón en su trono de Ingres). Mas tarde, con 15 años, el artista Eduardo Arreseygor me permitió trabajar en su taller durante un verano, y lo recuerdo con placer, por no tener ningún objetivo, ninguna cortapisa, salvo poder hacer cosas. La decisión de estudiar Bellas Artes fue algo intuitivo, una aventura sin cálculo, pensando inocentemente que se podía enseñar a ser artista.

    Tras salir de la universidad, ¿cómo accedió al circuito profesional? ¿Quién le dio la primera oportunidad? En 1983 expuse individualmente por primera vez, y estaba todavía en la universidad; fue en el Aula de Cultura de la Caja de Ahorros Municipal de Bilbao, dirigida por el artista José Ramón Sainz Morquillas. Tenía 20 años, y se intuía un cambio generacional y de valores. Era la España postfranquista con sus luces y sus sombras. Fue una época en la que la vitalidad y las ganas de hacer superaban otras limitaciones: cuando no hay nada (o muy poco) y todo está por hacer, todo es posible. No puedo hablar de un circuito profesional tal y como lo entendemos hoy, un sistema formado por galeristas, coleccionistas, críticos, etc., el que se conocía entonces era muy limitado y selectivo. Por ello, la necesidad de dar visibilidad a nuestro trabajo nos llevaba a exponer en aulas de cultura, cajas de ahorros, espacios municipales, etc. Todo esto cambió a lo largo de la década de los ochenta, debido a la oferta y demanda que se fue generando tanto de arte como de artistas. Aunque ya tenía relación con alguna galería, pienso que accedí al circuito profesional tal y como lo entendemos ahora, cuando comencé a trabajar con Soledad Lorenzo.

    En sus inicios, ¿quiénes fueron sus referentes más próximos? Mis referentes siempre han sido artistas cercanos con los que he podido comunicarme. Conocí a Darío Urzay y Txomin Badiola nada más aterrizar en Bilbao, ellos fueron los primeros en acogerme y nuestra amistad continúa después de 35 años. A través de ellos accedí al mundo artístico de Bilbao. Posteriormente conocí a Ángel Bados, y a otros muchos artistas. En esa época Bilbao era un hervidero con mucha tensión política y social, con la crisis económica y la reconversión naval, también había una intensa actividad creativa. Todo ello me ayudó a tomar conciencia de la responsabilidad y el compromiso que supone ser artista. Durante los años de universidad, mi curiosidad y avidez por conocer me convirtieron en una esponja que absorbía todo lo relacionado con prácticas artísticas al mismo tiempo que trabajaba en mis cosas en el taller que compartíamos en el Muelle de Uribitarte.

    ¿Qué influencia tuvo Oteiza en sus comienzos? Entonces, él era la referencia, el gran artista agitador de la época. Su influencia como pensador y escultor era enorme en la generación precedente, pero nosotros no éramos sus hijos sino sus nietos y nuestros intereses eran otros. Algo nos unía a él pero no nos interesaba el mito, sino el escultor al que fuimos descubriendo poco a poco a pesar de sus reticencias. Le conocí a través de Txomin cuando Oteiza ya tenía 70 años. Le recuerdo con afecto, lleno de energía, respetuoso y condescendiente con nosotros jóvenes artistas, aunque nos echase en cara que llegábamos tarde, que el arte ya había concluido, que el tiempo histórico de los lenguajes del arte se había terminado, que nos quedaban los residuos, lo postmoderno.

    Desde el principio su carrera no ha dejado de investigar los límites de la escultura en un deseo de sintetizar forma, color y espacio. ¿Por qué califica sus esculturas de “híbridos”? Mi trabajo consiste en plantear relaciones y lo hago desde la escultura. Las disciplinas (pintura, escultura, dibujo, fotografía…) se expresan convencionalmente, y lo que he tratado de generar son obras que las invoquen de una manera heterodoxa. El resultado es híbrido porque intento que su campo referencial sea abierto, porque funcionan como signos materiales que pueden evocar otros signos, objetos o imágenes. Busco que cada elemento (sean dibujos, esculturas, objetos, murales, …) intervenga en el espacio del otro, generar una fricción, un ruido que permita a cada cosa recogerse en si misma o diluirse en una nueva relación.

    Dice que el concepto de espacio es algo que a priori no existe sino que es una experiencia. ¿Qué sentido tiene en su obra el espacio? Siempre he pensado que no hay una sola experiencia del espacio. Se puede valorar el concepto del espacio desde muchos puntos de vista, pero el de la escultura es un espacio fenomenológico generado desde una presencia. Se activa por esa presencia. En un texto para una exposición escribí: “El espacio es subjetividad. El espacio es experiencia, aparece a medida que lo experimentamos, no existe si no lo percibimos. La experiencia espacial es diferente en cada uno de nosotros, no hay un solo espacio, hay espacios. Cada cultura elabora su propio uso y cada persona también, para ello nuestras capacidades y discapacidades físicas son fundamentales. Para un astronauta las distancias no pueden significar lo mismo después de un vuelo espacial. Lo grande y lo pequeño adquieren otra dimensión, y a esto añadiría la posibilidad de una percepción cósmica de las relaciones. El artista como astronauta existencial.” El espacio lo generan los cuerpos, la escultura sería la herramienta para activar todo un mundo de relaciones a través de esos cuerpos.

    Al describir su obra ha citado a Freud y sus conceptos de Heimlich /Unheimlich: lo perturbador y lo extraño. ¿Aspira a que su obra se sitúe entre lo acogedor y lo inquietante? Cuando citaba a Freud no era por afinidad, aunque muchas de las teorías aplicadas en arte hayan derivado de los planteamientos del psicoanálisis (Lacan) por su capacidad de autoanálisis y deconstrucción. Me refería a estos conceptos en un momento en el que indagaba la capacidad de la obra de mimetizarse con la realidad. Buscaba una cualidad, una sensación, capaz de generar un espacio vago, ambiguo, un espacio de representación. Como he dicho antes, mi curiosidad me ha llevado a impregnarme de todo tipo de energías: cómic, cine, música, arquitectura, literatura, danza, etc. Puedo pensar en Celan, Rilke, Rimbaud, Handke, en Godard (Histoires du Cinema es su gran poema sobre el cine, desprende un gran amor hacia su medio), en Barthes por su capacidad de desmontar el mundo de signos que nos rodea desde el afecto, en Baudrillard y su teoría de las apariencias, me gusta la lucidez de George Steiner…

    Como exponente de la llamada “Nueva Escultura Vasca”. ¿Qué premisas unían al grupo? Nunca fuimos un movimiento y no nos postulamos como tal. La denominación es ajena a nosotros, proviene de las necesidades de un momento histórico (la Transición, la España del cambio…) donde lo moderno, joven y nuevo era un valor (estaba la Nueva Escultura Valenciana, los Nuevos Pintores Andaluces…) y necesitaba ser nombrado. A principios de los 80 nos encontrábamos en Euskadi con un tipo de escultura estrechamente asociada a factores antropológicos que, desde los 60 y durante casi dos décadas, Oteiza gestó y promovió, con gran arraigo iconográfico y simbólico en la sociedad vasca. Ser escultor vasco significaba: fuerza, potencia, material noble, gran dimensión, ser telúrico, trascendente… Nosotros no queríamos dar continuidad a todo esto porque nos afectaban otras ideas, seguíamos el devenir del debate artístico internacional y nuestro momento era otro. Nos interesaba también un Oteiza desconocido, oculto bajo su mito, que paradójicamente había realizado un tipo de obra contraria a lo que sustentaba esta escultura vasca; volvimos a él tratándolo como un artista no mítico, sino tan exótico como el resto de artistas de nuestro interés: Beuys, Serra, Nauman… La cercanía que tuvimos Txomin Badiola, Ángel Bados, Juan Luis Moraza y María Luisa Fernández, en los estudios del Muelle de Uribitarte, nuestra amistad, el intercambio, la continuidad en el trabajo, hizo que durante un periodo produjéramos una obra que, teniendo todas estas preocupaciones en común, nunca dejó de ser tremendamente subjetiva e individual.

    ¿Qué singularizaba su voz como artista en ese contexto? Una de las cualidades que diferenciaba mi escultura era su gran densidad material debido en parte a su reducido tamaño organizado a base de unidades muy gruesas de hierro; el límite de las dimensiones de las esculturas eran mis posibilidades físicas, mi cuerpo, poder moverlas y manipularlas.

    Ha vivido varias etapas en el extranjero, una breve en Londres y otra más larga en Nueva York. ¿Cómo influyo cada una de ellas en su crecimiento como artista? Londres en 1989 fue mi primera estancia en el extranjero, estuve cuatro meses trabajando para una exposición en el espacio de Riverside Studios en Hammersmith; esa exposición me permitió participar en el Aperto de la Bienal de Venecia de 1990. Ya había visitado Nueva York en 1983 junto a unos amigos artistas y me gustó mucho su energía y su paisaje, tan reconocible como extraño; los lugares nos ofrecen cosas muy precisas que tienen que ver con un momento vital, las experiencias se pueden compartir pero al mismo tiempo nos pertenecen, nos constituyen. Han transcurrido varias décadas desde entonces y, en el caso de Nueva York, el 11S es una fecha señalada. No soy nostálgico, pero estas ciudades y su vida actual nada tienen que ver con mis vivencias, de algún modo ejemplifican el cambio de valores y la velocidad del mundo contemporáneo.

    ¿Qué fue lo más enriquecedor de la experiencia neoyorkina? Viví allí los años noventa, la ultima década antes de la eclosión de internet y de la globalización, conocí la penúltima crisis económica americana, los homeless, la Guerra del Golfo y su desfile de la victoria, el SIDA, Clinton y Lewinsky, también comprendí la geopolítica mundial desde otro punto de vista. Vi a Nirvana y Sonic Youth, a Kenneth Anger, Godard y Von Sternberg, a Orbital, Chemical Brothers, Pansonic, Scanner, La Traviata y El fantasma de la Opera, a Camarón en el Palladium… visite el MoMA, el Metropolitan, el New Museum, The Clocktower, CBGB, The Roxy, Tower Records, The Kitchen, The Tunnel… todo esto y mucho más es parte del magma que suponía para mi vivir allí.

    ¿Y desde el punto de vista artístico? Tuve la fortuna de exponer con John Weber, un galerista muy vinculado a sus artistas, que apoyó desde sus inicios el Arte Conceptual, la escultura Minimalista y Post-Minimalista y el Arte Povera, representando a gente como Robert Smithson, Sol Lewitt, Richard Long, Alice Aycock, Daniel Buren, Mario Merz, Hans Haacke o Adrian Piper. Esto me permitió conversar artísticamente, de igual a igual, con creadores a los que poco antes conocía por catálogos o revistas. Nueva York tenía todo lo que pudieses imaginar, era asequible y se mezclaba todo tipo de modus vivendi; todo estaba menos protegido y la energía fluía. Siempre sucedía algo inesperado. Todo ello lo viví como un Big Bang, un flujo de energía interminable.

    Fue entonces cuando empezó a trabajar con materiales industriales más ligeros, a jugar con referencias arquitectónicas, deconstruir objetos para re-ensamblarlos… En los 80 acceder a materiales como el hierro en Bilbao era de lo más sencillo, en Nueva York fue más fácil encontrar otro tipo de materiales con menos resonancias, y trabajar con lo que tienes a mano es un gran ejercicio. Cambió el modo de operar, se contaminaron las referencias, y fueron produciéndose encuentros y desencuentros que originaron otros resultados. La deconstrucción nos muestra una técnica para reconocer la realidad, nos dice que todos los signos son susceptibles de significar, entonces ¿cómo suspender esos significados para generar otros sentidos? Esta es la tarea.

    ¿Qué es lo que más le interesa de los nuevos desarrollos de la escultura? La escultura dejó de ser un objeto de pedestal hace tiempo, pero hay algo que le es propio: poder generar algo por medio de una presencia material. Hoy en día la idea de lo virtual nos rodea y parece dispuesto a sustituirlo todo, desmaterializar la experiencia de la realidad: mediante avatares o atractivos mecanismos podemos vivir, jugar, relacionarnos, cumplir deseos, etc. pero ante la elección prefiero mirar un paisaje en directo a verlo por televisión. Creo que el debate que manteníamos en los 80 entre arte y vida y sus respectivos espacios de representación hoy se da entre lo virtual y lo material, entre la realidad y su apariencia, y todo en relación al tipo de experiencias que esto pueda generar. Y continúas preguntándote qué es el arte.

    Comparado con sus inicios, ¿cómo ve el actual sistema del arte?
    No es comparable, el sistema actual es muy complejo, vivimos un mundo globalizado y esto lo cambia todo. En los 80 la estructura del medio artístico español se estaba fraguando: se creó Arco, surgieron galerías, coleccionistas, el espacio de la crítica… todo se vivía como una demanda de nuestra sociedad para equipararse a otras en modernidad. Creo que esa necesidad lo sustenta todo, no hay más que ver cómo en una situación de crisis como la que hemos vivido en este país, el arte y los productos culturales son de lo primero que se prescinde, son un excedente, sobran. Y esto genera pobreza cultural y espiritual. Vivimos una contradicción: vamos asimilando que el valor simbólico del arte disminuye, que su valor como vehículo transformador del individuo y de la sociedad ha ido perdiendo su poder, y que su necesidad, que desde mi punto de vista es fundamental para la educación y el crecimiento de una sociedad, es cuestionada permanentemente. Sin embargo, su importancia como gran referente económico a través de subastas y espectaculares exposiciones está en las portadas de los medios de comunicación más influyentes. Como artista tengo que trabajar con esta realidad, reivindicar el arte como espacio de libre expresión, tengo que vivir este mundo con una velocidad de consumo terrorífica cuando el arte necesita tiempo, calma para ser apreciado, tengo que conseguir retener la mirada del otro por unos instantes.

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