Helena Cambó, es la única hija del histórico mecenas catalán Francesc Cambó. Académica de la Reial Acadèmia de Belles Arts de Sant Jordi de Barcelona, preside el Institut Cambó que ella misma fundó en 1999 en colaboración con su marido, el abogado Ramon Guardans.
Helena Cambó ha sido distinguida este año como Miembro del Patronato de Honor del Museo del Prado y más recientemente, también nombrada Patrona del Museu Nacional d’Art de Catalunya (MNAC), museos para los que su padre forjó una histórica colección con la voluntad de reunir obras para ampliar sus ya importantes fondos. «Con este nombramiento -ha comunicado el MNAC- se pretende reconocer el gran valor de uno de los legados más importantes que ha recibido el Museo a lo largo de su historia, y que conserva intacta toda su fuerza en la actualidad. Se trata de un legado que es el fruto de la generosidad y la voluntad de Francesc Cambó, y que fue adquirido desde el inicio con la idea de que pasara a formar parte de nuestro patrimonio cultural».
¿Cuáles son los primeros recuerdos de su padre?
Mi padre nació en Verges, un pueblecito de Girona; la casa familiar, que todavía existe, tiene un balcón gótico, y ya de pequeño sentía una gran atracción por ese balcón; de niño tenía un enorme interés y curiosidad por las cosas y se fijaba mucho en todo. Antes de ir a estudiar a Barcelona, estuvo viviendo en Besalú, el pueblo paterno, su padre quería que estudiara farmacia para que fuera farmacéutico en Besalú; por ello lo envió a Girona, donde un pariente tenía una farmacia, para que se familiarizara con ella, al cursar allí el último año de bachillerato. Pero él no quiso seguir ese camino y se fue a Barcelona, donde enseguida entró en contacto con grupos políticos del catalanismo de la ciudad; cambió su matrícula por libre para poder asistir a reuniones políticas. Desde ese momento ya no dejó Barcelona y sólo volvía a Besalú por vacaciones. Estudió Derecho y Filosofía y Letras, y fue pasante de un despacho en Barcelona. Conoció a Prat de la Riba; en aquellos años, todo pasaba en Barcelona… Tenía un presupuesto modesto, pero cuando cobró la primera minuta ya pensó en un viaje; su concepto de viaje era ir a ver museos, siempre pensando en que un día ampliaría la colección del Museo de Barcelona. A veces se ha criticado que su colección es heterogénea, pero la hizo con la visión de que estuvieran representadas todas las escuelas de pintura, de los siglos XV al XVIII… ¡el esfuerzo que tuvo que hacer para que fuera heterogénea y que estuvieran todas las escuelas europeas!.
Su padre tuvo una vida política muy activa, ¿qué intervención tuvo en la transformación de Barcelona?
Yo tenía 17 años cuando mi padre murió, y en todo este tiempo me explicó muchas cosas, como su visión de convertir la montaña de Montjuïc en un jardín. Trabajaba como abogado en el despacho de Verdaguer, sobrino del poeta, y a través de ahí llegó a la testamentaría Laribal, propietaria de gran parte de Montjuïc, y viendo el peligro de que se vendiese media montaña en parcelas, propuso al Ayuntamiento de Barcelona que la comprara para uso ciudadano. En ella se celebraría la Exposición Internacional de 1929, de la que Cambó fue comisario, entonces se invitó al arquitecto paisajista Jean Claude Nicolas Forestier para que ajardinara la montaña. Cambó tenía mucho trabajo, pero se lo tomó con gran entusiasmo, y pensó que podría suprimir de su agenda diaria una tertulia después de la cena y levantarse antes, y así tendría dos horas más al día para su cargo de comisario de la exposición; era muy organizado en todo…
También fue ministro del gobierno de España…
Cuando llegó la dictadura de Primo de Rivera en 1923, él dejó su actividad de comisario y dejó también de ser diputado. Anteriormente, en 1918, había sido ministro de Fomento, y como tal, se mostró responsable de toda España; por ello pensó en el problema más urgente del país, que era la electrificación del tren Madrid-Asturias, ésta fue una de las mejoras más importantes durante su ministerio, porque cuando nevaba el tren de carbón no podía subir la rampa de Pajares y la región quedaba totalmente aislada. Esto fue tan importante para el desarrollo de Asturias, que 50 años más tarde se puso una placa en la estación en su reconocimiento. Hace unos años fuimos al acto de entrega de los Premios Príncipe de Asturias y se había renovado la estación, pero la placa seguía allí, ¡fue un gesto muy simpático que se mantuviera! Cambó fue nuevamente ministro en 1921, esta vez de Hacienda, y allí también dejó huella. Durante la dictadura ya no fue ministro, se dedicó a escribir y a adquirir cuadros. Cuando empezó a comprar, cada adquisición era una aventura porque muchos de los cuadros no estaban en venta; incluso a veces compraba alguna pieza menor para poder hacer intercambios. Al llegar la guerra la ilusión de la colección se acabó, y durante estos años algunos cuadros quedaron depositados en Francia, otros en Suiza y alguno desapareció.
¿Cuándo empezó su padre a pensar en una colección de arte?
Siempre pensaba que llegaría un día en que tendría dinero y podría hacer algo por la cultura del país, como comprar cuadros y editar libros. Y se le presentó una oportunidad importante; en 1918 hubo una incautación de bienes para que Alemania pagara las indemnizaciones de lo que se había destruido, y una de las soluciones que se propusieron para que esto no fuera tan gravoso, fue que España hiciera ciertos contactos para vender alguna empresa alemana a una española si se encontraban bancos que se hicieran cargo, y para ello se necesitaba un interlocutor, y mi padre se encargó de la conexión con los bancos españoles: a su vuelta, se recuerda que con un gesto teatral mostró todos los documentos ya firmados por los bancos de España. A consecuencia de estas operaciones pudo empezar a cumplir sus proyectos: creó la Fundació Bernat Metge para la traducción de textos clásicos al catalán y se puso en contacto con Folch i Torres, que entonces dirigía el Museo, para tratar de su proyecto de ampliar los fondos del mismo con obras de las escuelas menos representadas. También pensó en que Barcelona tuviera un hotel de calidad para que cuando viniera gente importante pudiera alojarse en un hotel de categoría, comparable a otras capitales; la idea era formar una sociedad para aportar recursos y animar también al Ayuntamiento a colaborar, y así se convirtió en el promotor del Hotel Ritz.
Su padre fue un coleccionista atípico porque hizo la colección programándola para ampliar los fondos del MNAC y del Museo del Prado. ¿Cuándo empezó a coleccionar?
Empezó a comprar en 1924 con un criterio muy personal, buscando pieza por pieza, haciendo un seguimiento de dónde estaba el cuadro que quería comprar… por ejemplo, la compra de la colección Joseph Spiridon, un coleccionista que vivía en Francia y que tenía una colección muy importante. La viuda decidió ponerla a la venta, pero quería venderla entera. Mi padre pensaba llegar a 50 cuadros y pensó que la venta se haría en Alemania porque había mejor mercado, y a finales de 1928 se fue a Alemania para participar en la subasta; había agentes encargados de pujar por algunos cuadros y los mismos compradores revendían lo que no les interesaba; mi padre compró mucho y dijo que nunca había sufrido tanto, pero logró deshacerse de la parte que no le interesaba… fue toda una aventura. En esta colección había cuadros de Botticelli, que donó al Museo del Prado en vida, como también donó un bodegón de Zurbarán. En una de sus cartas escribió: «He decidido donar al Museo del Prado unos cuadros para llenar los pocos vacíos que tiene; es para agradecer los grandes y buenos ratos que he pasado disfrutando en el Museo«. El cuadro Un retrato de hombre de Botticelli lo tenía un magnate y amante del arte alemán, Eduard Simon, que tenía una importante colección; en un viaje a Berlín invitaron a mi padre a verla y quedó entusiasmado con el Botticelli. Simon le dijo que no pensaba venderlo, pero mi padre le dijo: «sepa que me gusta mucho». Al cabo de un tiempo, este señor se arruinó y mi padre recibió un telegrama: «Vendo el cuadro. Respuesta en 24 horas«. Me contó que aquella noche no pudo dormir, y le contestó que se lo quedaba, que se lo depositara en Suiza; me dijo que al verlo se iba diciendo: «¡es mío, es mío!«. Durante la guerra, mi padre dejó en Suiza, en el Museo de Lausana, varios cuadros para que se los guardaran. De éstos, uno quedó allí en muestra de su agradecimiento. También donó a los Caputxins de Sarrià un cuadro de asunto religioso cuando tuvieron que reconstruir su iglesia destruida durante la guerra.
Usted conservó un solo cuadro de la colección de su padre, un Botticelli excepcional, considerado una de las obras maestras del pintor florentino y del Renacimiento.
En el testamento, mi padre dejó toda su colección para Barcelona -los de Madrid los había donado en vida- y estableció que yo eligiera un cuadro como recuerdo. Mi madre, que tenía mucho criterio artístico, me recomendó que escogiera el Botticelli. Es un cuadro que tiene su historia. Todos mis hijos, que han convivido junto a él, le han llamado siempre “El Botti”. Cuando hace pocos años se hicieron obras en el edificio para convertirlo en hotel, como era un peligro tener el cuadro aquí porque todo estaba en obras y abierto, mi marido sugirió que lo depositáramos temporalmente en el Museo del Prado. De allí se ha mostrado en diversas exposiciones por Nueva York, Grecia y Alemania. Cuando me nombraron miembro de la Academia Sant Jordi, hice el discurso sobre la historia del personaje: Michele Marullus, que había nacido en Grecia en 1453, cuando la conquista de los turcos, fue poeta, humanista y militar, y escribía poesía en italiano… Es decir, que por un lado escribía poesías románticas y por otro era soldado. Yo me quedé este cuadro porque era uno de los preferidos de mi padre; él no compraba por inversión, y los cuadros eran como amigos que le acompañaban.
¿Recuerda alguna anécdota en relación a la colección?
Cuando marchamos a Buenos Aires, en los años 40, mi padre solicitó al Gobierno la autorización para exportar ocho cuadros para que le hicieran compañía en Argentina. Cuando él murió en 1947 gobernaba Perón, quien quiso quedarse con los cuadros para el Museo de Buenos Aires; para recuperarlos intervino Franco y se consiguió que volvieran a España, aunque fue de una manera rocambolesca: se sacaron del país a escondidas, porque el gobierno argentino no podía quedar como que había dado el brazo a torcer, así que los cuadros se llevaron desde nuestra casa a la Embajada española y los metieron en un contenedor de un diplomático que transportaba sus muebles. Así llegaron a Barcelona, donde las autoridades esperaban los «muebles». En Barcelona, la colección estuvo primero en el Salón del Tinell y después en el Palau de la Virreina. Mientras estuvieron ahí se robó un cuadro pequeño, pero se recuperó de manera extraña: al cabo de dos o tres años empezaron a recibirse llamadas a la Virreina diciendo que estaban dispuestos a negociar el retorno del cuadro, la policía interceptó la llamada y vio que venía de París y lo recuperó; finalmente, al acabar las primeras obras del MNAC ya se llevó la colección al museo. Ahora sería imposible hacer lo que hizo mi padre. A cada uno de los otros cuadros les tenía un gran cariño, como a un Rubens, a un Patinir, y dos Tiepolo que aún siendo cuadros muy buenos, son del hijo; también en el Louvre tenían dos Tiepolo que finalmente tuvieron que atribuir al hijo, eran como los nuestros. También hay un Rembrandt, probablemente un retrato de su hijo, pintado por uno de los primeros maestros del taller de Rembrandt.
¿Cuáles fueron los mejores consejos que recibió de su padre?
Conservo cartas deliciosas llenas de consejos; cuando estábamos en Buenos Aires, que tenía un clima muy húmedo durante los meses más fríos, mis padres se iban a Córdoba, que está a 1.000 metros de altitud, y yo me quedaba interna en el colegio: lo recuerdo como muy divertido. Allí mi padre me escribía cartas. Recuerdo que le escribí diciéndole que me habían dado unos premios en la escuela y me contestó recomendándome que sobre todo no se me subieran los humos a la cabeza… para él, esto era importantísimo en la vida, por encima de todo; me decía que si podíamos ayudar a alguien y no se enteraba era mucho mejor. Recuerdo que el Maestro Falla estaba en Córdoba y un día fue a visitarle, estaba en un lugar muy húmedo, y mi padre le buscó una casa en Alta Gracia muy soleada, diciéndole que el alquiler era el mismo. Falla estaba encantado. Durante la guerra ayudó a mucha gente, pero siempre procuraba que la ayuda fuera delicada, por ejemplo, conoció a un señor que lo estaba pasando muy mal, con mucha penuria económica, y preguntó qué tenía para vender, le dijeron que tenía mapas y globos antiguos, y él se los compró. La cuestión era no ofenderle dándole dinero como caridad.
Usted fundó con su marido el Institut Cambó, ¿cuáles fueron los objetivos?
Yo he procurado que funcionaran las cosas que inició mi padre; tuve la suerte de casarme con una persona que se identificó con su obra, y continuamos con la colección Bernat Metge de traducciones de los clásicos griegos y latinos al catalán, la traducción de la Biblia… Con el Instituto se asegura una mayor continuidad y puede conservarse mejor su memoria.
Usted ha sido nombrada Patrona del MNAC, ¿qué significado tiene ser Patrona de este Museo?
Lo vivo como reconocimiento a la generosidad de mi padre: siempre ha habido una buena relación con el Museo. Mi marido fue Presidente del Patronato; ahora, siendo Presidente Miquel Roca, me han nombrado Patrona, y el Museo del Prado también me ha incluido en el Patronato de Honor. Todo ello contribuye al recuerdo.
Marga Perera