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    Secundino Hernández: abrazar lo desconocido

    Para Secundino Hernández (Madrid, 1975) cada cuadro es una negociación entre el control y el accidente, entre la estructura y la intuición. Su pintura puede ser opulenta y expresionista pero también ascéticamente minimalista, y en ella se transparenta un hondo conocimiento de la historia del arte. Considerado uno de los artistas españoles contemporáneos con más repercusión internacional mira el éxito desde una saludable distancia, “puede ser una trampa” dice. Su despegue se produjo en 2012 tras ser descubierto en ARCO por los influyentes coleccionistas estadounidenses Don y Mera Rubell. Hoy su trabajo es defendido por galerías como Victoria Miro, Bärbel Grässlin, Krinzinger o Ehrhardt Flórez, y está representado en las colecciones del Meadows Museum de Dallas, el Banco de España, la Fundación María Cristina Masaveu Peterson o el Museo Helga de Alvear, entre otras. El artista disfruta estos días de su primera exposición institucional en su ciudad natal, en la Sala Alcalá 31, comisariada por Joaquín García Martín, que recorre sus casi 30 años de carrera.


    Esta retrospectiva le permite tomar perspectiva sobre la propia obra. ¿Cómo ve su evolución? Ha sido un proceso de exploración continua, pero siempre manteniendo ciertos pilares que han estado presentes desde el inicio. La importancia del dibujo, la relación entre la pintura y la superficie, la búsqueda de un lenguaje propio a través de la forma y, en los últimos años, la incursión en la figura humana han sido constantes que han marcado mi trayectoria.

    ¿Ha habido giros de guion? Si miro hacia atrás veo una pintura que, aunque ha mutado, mantiene una coherencia interna. Siempre ha habido una tensión entre el control y la espontaneidad, entre lo metódico y lo gestual. Los giros de guion han llegado con el descubrimiento de nuevas maneras de trabajar la materia, con la apertura a lo figurativo o con la decisión de desmontar y revisar mis propios códigos una y otra vez para volver a empezar desde otro lugar. Pero al final, todo responde a una necesidad: seguir pintando con la misma intensidad y honestidad que al principio.

    ¿En qué momento se encuentra ahora? Es difícil saberlo con certeza. Ahora mismo siento que las ideas se acumulan más rápido de lo que puedo materializarlas. No intento forzar el ritmo, sino concentrarme en cada cuadro, darle su tiempo y espacio sin anticipar lo que vendrá después. Si pensara en lo siguiente, la maquinaria de producción se volvería demasiado pesada y acabaría frenándome. Prefiero dejar que cada obra tenga su cadencia, que se resuelva como un diálogo entre el propósito y el hallazgo.

    Brera, Roma y Berlín, donde vivió una década, ¿cómo le ha forjado vivir fuera? Te da una distancia que a veces es necesaria para entenderte mejor. Brera fue un punto de inflexión, un despertar a la historia y al peso de la tradición, pero también una invitación a diseccionarla. La Academia de España en Roma me permitió concentrarme y profundizar en procesos más introspectivos. Después vino Viena y luego Berlín que fue intensidad, fue libertad y sobre todo fue el desafío de encontrar un lugar en un ecosistema artístico vibrante, pero a la vez implacable.

    ¿Es el éxito peligroso? Puede ser una trampa si lo conviertes en el eje de tu trabajo. Hay una inercia peligrosa en querer responder a expectativas externas, en repetir fórmulas que funcionan, en dejarse atrapar por la demanda. Pero al final, el estudio es el único lugar donde todo eso desaparece. Ahí, solo importa la pintura, la lucha con el material, con la idea, con lo que queda por resolver… [Vanessa García-Osuna. Foto © Rafael Trapiello]

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