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    Graciela Iturbide, los ojos que vuelan

    Graciela Iturbide quiso ser escritora y luego cineasta, pero el azar dispuso que acabara dedicada a la fotografía. La mayor de una familia de 13 hermanos, descubrió de niña las imágenes en blanco y negro de Cartier-Bresson, Alfred Eisenstaedt o Robert Capa que aparecían en la revista Life, a la que estaba suscrito su padre, y ya entonces quedó cautivada por la magia de este lenguaje. Conversamos con este icono cultural de México con motivo de su retrospectiva en la Fundación Barrié de La Coruña. [Autorretrato, 1985]. Vanessa García-Osuna

    Su primera vocación fue la escritura, luego el cine, y al final, acabó con una cámara de fotos entre las manos. ¿Qué importancia ha tenido el azar en su vida? Bueno, ha influido, pero sobre todo, le estoy agradecida a Manuel Álvarez Bravo. Siempre digo que fue mi maestro no sólo en la fotografía, sino en la vida. Me descubrió los libros importantes, me enseñó a reconocer el arte popular mexicano, siempre tan ninguneado, la música más inspiradora, que escuchábamos juntos… Murió a los 100 años, y hasta el último día, estuve visitándolo.

    Además de discípula también fue su ayudante. Sí, pero sólo durante poco tiempo porque cuando una admira mucho a alguien no quiere tener influencias. Decidí dejar de ser su asistente pero, a cambio, me fui a vivir muy cerca de su casa. Cuando me separé de mi esposo, yo vivía en otra parte de Coyoacán, y él me dijo: “Graciela, aquí al lado hay un terrenito para que te vengas a vivir”. Parecía un hombre del Renacimiento porque me orientaba en todos los aspectos de la vida.

    ¿Cuáles fueron sus mejores consejos? Siempre me repetía: “Graciela no se apresure, hay tiempo, siempre hay tiempo”. De hecho ése era su lema, incluso lo tenía en un cartelito puesto en su laboratorio. Lo curioso es que esa frase la relaciono con una salida que hicimos al campo juntos. Él eligió un lugar que le pareció interesante, colocó su trípode, puso la cámara… y se dispuso a esperar. Yo no trabajo así, pero su actitud era aleccionadora.

    Lo único que no le enseñó fue a revelar carretes. ¡Sí, es cierto! Una vez le pregunté “maestro, ¿cómo se revelan los rollos?”. Y me contestó: “¿Sabe qué Graciela? Compre un rollito de Kodak, lea las instrucciones y sígalas. Le quedará perfecto”.

    Y pensar que usted quiso dedicarse al cine… Así es, pero Álvarez Bravo me decía: “El cine es de juguete, las fotografías son algo serio”. En el fondo le hubiera encantado hacer cine pero en México no le dejaron. Cuando yo vi que él se interesaba por mi imagen, ya fuera cinematográfica o fotográfica, me dio fuerza para emprender un camino que nunca me hubiera imaginado. Y eso a pesar de que mi padre era fotógrafo aficionado…

    ¿Cómo recuerda sus comienzos? Vivir de mi fotografía fue difícil, solo lo conseguí en los últimos tiempos. Después de divorciarme mi situación económica empeoró, pero no me importaba. Es cierto que a veces mis hijos me decían: “Ay mamá siempre haces papas con crema” o “aquí no hay tanta comida como en casa de papá”, a lo que yo les contestaba: “Sí, pero en nuestro refrigerador hay rollos” [dice riendo].

    Ha dicho que su condición de mujer le ha permitido acceder a ciertos ámbitos que de otra manera no hubiera sido posible. Es cierto, me refiero a comunidades indígenas muy cerradas, como la zapoteca, que documenté en mi serie sobre Juchitán. Allí las mujeres llevan la economía, dominan el mercado, no pueden entrar los hombres, excepto que sean muxes [homosexuales]. Casi nadie ha podido hacer fotos, pero a mí, en cambio, sus mujeres me acogieron y me invitaron a celebrar con ellas sus fiestas. A las gentes sencillas no les gustaba que les hicieran fotos por el “mal de ojo”, pero yo me convertí poco a poco en su cómplice. Estuve yendo y viniendo durante seis años, en los que pasaba largas temporadas. El proyecto se recogió en el libro Juchitán de las mujeres, con un texto de mi querida amiga Elena Poniatowska.

    ¿Por qué hay tantas imágenes relacionadas con la muerte en su obra? ¿Coincide con Jean Cocteau en que la fotografía es la única manera de matar a la muerte? Sí, también pienso como Cocteau, y además vivo en un país donde se vive y se juega con la muerte. Algunas de las tradiciones que tenemos relacionadas con la muerte nos vienen de España, por ejemplo, nosotros hacemos un dulce, “las calaveritas de azúcar”, que se entregan a los amigos con su nombre, y tengo entendido que ustedes tienen los “huesos de santo”.

    En esa obsesión por la muerte ¿pudo pesar la muerte de su hija a los 6 años? Seguro que sí, fue una etapa durísima, casi me vuelvo loca. Me obsesioné con fotografiar eso que llaman angelitos [ataúdes de niños muertos] en los cementerios, hasta que un día me encontré en la entrada del cementerio con un cadáver en el suelo que estaba mitad vestido, mitad desnudo y su rostro estaba comido por los pájaros. Ese día sentí que debía parar. Ahora me gusta fotografiar a la muerte, pero festiva.

    ¿Cómo es el México actual? Son muchos, porque coexisten culturas muy diferentes. Mis antepasados, por ejemplo, aunque llegaron antes de la Independencia, procedían del País Vasco y de Aragón, y entre ellos estaba Agustín Iturbide, que se proclamó emperador de México. El México actual es mestizo, ya no es el auténtico, y mi empeño es rescatar todo lo que quedó puro, sin contaminar. Por ejemplo, acabo de regresar de Guanajuato donde he estado buscando unos platos de cerámica de los años 30 que ya no se fabrican. Soy una gran defensora de la artesanía, del “arte popular” que decía Álvarez Bravo.

    Su obra tiene un componente antropológico, que recuerda en ciertos aspectos a la fotógrafa española Cristina García Rodero. Ah, ella es una amiga muy querida mía. Me hubiera encantado ser antropóloga y cuando me dicen que mi trabajo es político, digo que tal vez, pero que también tiene bastante de antropológico. Leo muchísimo sobre la época prehispánica y la colonial y, al ser mestiza, siento que tengo algo de ambos mundos. Adoro México y por eso tengo esta pena tan grande de que, a causa de la violencia, ya no pueda viajar por el país con la libertad de antes.

    Se rebela cuando la califican de surrealista. Porque eso fue una cosa que se inventó André Breton cuando vino acá y dijo “México es un país surrealista”. Perdone, pero yo no creo que pueda venir un intelectual, por muy brillante que sea, a decir cómo somos. El surrealismo fue un movimiento maravilloso surgido en los años 30 del cual hemos tomado lo que había que tomar para aprender, pero no puedes afirmar que Frida Kahlo es surrealista. De hecho ella misma pintó un cuadro donde recalcaba: “Yo no soy surrealista”. Evidentemente, yo tampoco lo soy porque nací en otra época. Siempre digo que el realismo mágico fue un invento de los editores franceses para vender más. ¿Qué tiene que ver García Márquez con Juan Rulfo o con Vargas Llosa? ¡Nada! era solamente una estrategia de propaganda.

    ¿Qué personas han marcado su carrera? Han sido tres: la primera, por supuesto, fue Álvarez Bravo; la segunda, Francisco Toledo, que fue quien me invitó a Juchitán y me animó a conocer el Jardín Botánico de Oaxaca en el que las plantas recibían “terapia”…. Toledo es un hombre excepcional. Todo lo que gana lo entrega a su pueblo, lo dona a bibliotecas, ayuda a los presos políticos… Y el tercer referente fue Mathias Goeritz, que me traía libros de fotografía y me decía: “Graciela, es complicado ser fotógrafa pero tienes que salir adelante.”

    Sus retratados, personas humildes, desprenden dignidad. ¿Cuál es el secreto para hacer un buen retrato? Mira, no hay secretos. Siempre digo que mi enfoque es personal. Sin teleobjetivos. Con intimidad y respeto. Respeto lo que retrato porque yo también quedo retratada a mi vez.

    ¿Sigue fiel a sus cámaras Leica y Mamiya? ¿Qué opina de las nuevas tecnologías? Las respeto pero yo sigo fotografiando en analógico porque es mi ritual. Pero creo que el resultado de la foto, en definitiva, depende de la mirada de quien está detrás del objetivo, del sentimiento que ponga.

    ¿Qué le aporta el blanco y negro? Cuando salgo a fotografiar, veo el color, pero mi mente, que es abstracta, lo percibe todo en blanco y negro. En eso estoy de acuerdo con Octavio Paz que decía: “La realidad es más real en blanco y negro”. Tomo también fotos en color, pero me siento más auténtica cuando lo hago en blanco y negro.

    ¿Por qué en sus autorretratos suele acompañarse de animales? Siento conexión con ellos, en particular con las aves, porque percibo que me hablan desde el fondo de mi ser. Me inspiran como símbolo de libertad.

    ¿Qué le fascina de la iguana? Sobre todo la mitología que la rodea. Es un animal que conocí mientras trabajaba en Juchitán, donde tomé la foto Nuestra Señora de las Iguanas, que es el retrato de una vendedora de iguanas, Sobeida Díaz. Gracias a esta imagen tuve el honor de ganar el Premio Internacional de Fotografía, otorgado por la Fundación Hasselblad.

    ¿Hay mucho trabajo previo detrás de cada imagen? No, no planifico nada. Obviamente leo mucho sobre fotografía, pero también novela, poesía y ensayos sobre el mundo prehispánico y colonial. Pero yo salgo con mi cámara a la calle y fotografío lo que me sorprende, nada más.

    ¿Sigue fotografiando en México? Ya no, por desgracia, la inseguridad que ha generado el narco lo hace imposible. Es una tristeza porque somos un país maravilloso pero no puedo arriesgarme a que me peguen un tiro en ciertos ambientes.

    Dice que la cámara es un pretexto para conocer el mundo, ¿qué lugares son una asignatura pendiente? Hay un sitio al que me han invitado pero al que aún no he podido ir que es China. Pero necesito que me den un tiempo para poder fotografiar. No me interesa ir a recibir un premio o inaugurar una exposición, yo quiero estar en los lugares para empaparme de ellos, tratar de entenderlos, y luego, dejar que todo eso hable en la foto.
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