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    Martín Chirino, el hijo de Vulcano

    El nombre de Martín Chirino (Las Palmas de Gran Canaria, 1925), se escribe con grandes letras en la historia del arte español contemporáneo, una relevancia constatada por su singular contribución a la escultura en hierro que iniciaron a principios del XX Julio González y Gargallo y que fue continuada por Oteiza, Chillida y el propio Chirino. Miembro destacado del grupo de vanguardia El Paso fundado en 1957 con Millares, Saura, Canogar… Desde la primera individual de 1958 en el Ateneo de Madrid, ha celebrado infinidad de exposiciones y su obra nutre los fondos de prestigiosas colecciones. Amalia García Rubí. Foto David García Torrado

    Martín Chirino en su Finisterre es su última exposición en la galería Marlborough de Madrid, en la que presenta obras realizadas entre 1952 y 2018. ¿Está impreso su atlantismo en este título? Sí, es un concepto muy literario donde todo está imbricado, incluido Ulises en su largo viaje. Cuando yo hablo de Mi Finisterre detrás aparece Joyce y su último libro Finnegans Wake, donde la complejidad del pensamiento del ser humano al final de su vida llega al límite de la reflexión. En la vejez uno trata de entender la razón de su propio ser y estar en el mundo. Por eso, esta exposición nace de un proyecto personal en el que yo he sido el comisario, eligiendo piezas que creo son una lectura fiel de mi obra. Me sitúo en un lugar limítrofe, mirando hacia atrás, como Joyce ante sus lands end. La reflexión que conlleva una edad avanzada te coloca frente a ti mismo y te hace asumir tus propias limitaciones.

    Francisco Calvo Serraller escribe precisamente en el catálogo: “la alta edad no ha quebrado su voluntad de estar creativamente activo” ¿Es la energía inagotable del artista? La energía del artista… en verdad no sabemos lo que es. A mí me mueve la pasión, sin pasión no hay vida. Cuando me pongo a trabajar lo hago con plena conciencia, poniendo los cinco sentidos y todo mi sentimiento. El arte es pasión y te implica de manera total.

    Alfaguara, un Arco para el mundo, 2005, es quizá el alma mater de la exposición, ¿por qué el hierro para representar fenómenos tan etéreos como las corrientes de agua? Hay que mirarlo de otro modo. Primero, la tradición del hierro en España desde Julio González, en la que comenzamos a trabajar los escultores de generaciones siguientes. Y luego, en un hecho concreto que se remonta a 1957, cuando escribí un artículo para los Cuadernos de Son Armadans, que me pidió Camilo José Cela, donde hablaba de las “herramientas del pueblo”, el yunque o el arado como representación de la condición humana, de un estar y un ser enraizado.

    Además del hierro y el agua, el aire está en sus Vientos y Aeróvoros ¿Con lo ígneo de la forja estaría completa la cosmogonía de Chirino? Sí, son los cuatro elementos maravillosos con los que estoy trabajando y que me mantienen con los pies bien juntitos sobre la tierra. Yo siempre digo que los hombres van desde el origen hacia el Universo. El sueño, la poesía cabe en mí de una manera extraordinaria. En mi obra existe un hálito que me hace pensar y seguir soñando. Pero también hay una reflexión muy evidente sobre las raíces, de dónde vengo y dónde estoy, el lugar de origen del que no quiero alejarme y para eso tengo que mantener los pies juntos, bien puestitos en el suelo, que es lo único que te ata a la tierra.

    ¿Como las figuras quietas de Giacometti…? Exactamente, y también como sus caminantes a los que ponía unos pies enormes para decirnos cuánto han tenido que deambular por el mundo. De aquí parte otra idea muy interesante compartida por algunos artistas: la imagen del wayfarer, el trotamundos que va de un sitio a otro buscando ¿qué?… Ortega y Gasset lo decía muy bien: “la obra de arte demanda al autor que la deje libre, que entienda su espacio, como una piedra, como un árbol o como un rascacielos. Esas son las grandes obras de la Humanidad y del Universo”. Cuando leí esta reflexión de Ortega me quedé abrumado y la tomé como leitmotiv de mi trabajo.

    Uno de sus trabajos sobre papel más importantes es el famoso Cuaderno de Chicago, de 1973 ¿Qué es el dibujo para usted? Es la expresión del alma en su sentido más literal. En el nuevo concepto del arte del que nosotros partimos, no se dibuja de manera académica, sentado delante de un atril, sino con todo el cuerpo. Es el automatismo pictórico. Para hacer los cuadernos del 73, utilicé unas mesas especiales que giraban al mismo tiempo que mis movimientos, por eso la materia de las tizas gruesas que empleé, creaban esas formas rotatorias que iban creciendo o menguando sobre el papel en distintas direcciones…

    Su “temática” se reduce a elementos esenciales: raíces, vientos, cabezas, ¿la abstracción es necesaria para sintetizar la realidad? Creo que la abstracción no existe, es una pura especulación del pensamiento. El campo de lo “abstracto” está invadido por el sentimiento del hombre y el hombre siempre está atado a la tierra donde nació; y si quiere ser feliz tiene que amar todo a su alrededor para aceptarlo y entenderlo.

    ¿Y sus espirales, dónde nacen? Es un concepto muy arraigado en mí desde niño. Cuando me tendía sobre la arena y me pasaba horas mirando el paisaje de la playa de Las Canteras, en Gran Canaria, donde nací y crecí. Aquel era un lugar todavía virgen, el sol intenso caía a plomo, creando fuertes contrastes de color: el cielo, el azul del mar, las dunas altas detrás de mí… Allá siempre soplan los alisios en una trayectoria de ida y vuelta, de la tierra al mar por la mañana y del mar hacia los montes para refrescarlos, al caer la tarde. Tumbado en la playa me quedaba embelesado mirando los remolinos que el viento formaba, levantando la arena finísima. Toda esa naturaleza extensa, salvaje, me inspiraba un sentimiento muy distinto al del niño criado en la gran ciudad. Yo fui siempre solitario y reflexivo, estaba todo el día pensando cosas, quizá por haber nacido en una familia tan numerosa. Vivíamos en una casa amplia donde entraba la luz a raudales, rodeada por un jardín lleno de plantas…

    Su interés por la Historia del Hombre y la antropología canaria, ¿tiene también algo que ver con el desarrollo de sus formas espirales en el espacio? El origen de la espiral y la línea continua en mi obra rescata de alguna manera ciertos signos o caligrafías abstractas hechas por los ancestros de las islas. Los aborígenes formaron una sociedad al parecer bien organizada. Los historiadores no saben exactamente de dónde vinieron. Se conoce poco sobre su procedencia y su cultura está llena de misterios y lagunas sin explorar. Sí se sabe que durante el solsticio, se reunían y subían a lo más alto de las islas para mirar el cielo y contemplar las constelaciones, alimentando con sus visiones las creencias en mitos y dioses cósmicos que luego grababan en la roca. Las espirales aparecen en multitud de cuevas sobre la piedra basáltica de Canarias. Son formas de una perfección esquemática conmovedora. El final de estos pueblos fue tristemente la extinción, causada por las invasiones y enfermedades de la era moderna.

    Llegó a Madrid en 1944 para ingresar en la universidad ¿Desde siempre le rondó la idea de ser escultor? Desde que tenía catorce años tuve muy claro que quería dedicarme al arte. Siempre quise ser escultor. En aquella época, siendo adolescente, me gustaba modelar figuras de belén en barro. La tradición artesanal en Canarias es muy antigua, probablemente influida por la cercanía del continente africano. Se conservan tallas de madera, sellos, pequeñas figuras de gran libertad creativa…. Todos esos vestigios preciosos, donde las incisiones geométricas aparecen talladas en los objetos, creo que también influyeron en mi opción.

    Sin embargo creció en un ambiente familiar muy literario. Además, su amigo Manuel Padorno escribía poesía, o la saga Millares Sall, que alumbró a grandes poetas…Partimos de la base de que para hacer una escultura siempre hay que moverse en ese terreno donde la poética está de alguna manera presente. Juan Manuel Trujillo, un hombre importante de nuestra cultura, escribió en un momento determinado algo que me hizo pensar. Decía, entre otras cosas, que si la cultura en Canarias no poseía ningún tipo de representación, la solución estaría en mirar a los “locos”, a aquellos seres que tienen la posibilidad de emplear y crear metáforas para decir lo que piensan, los poetas. En el trasfondo de mi obra hay un poso literario que desde joven he ido descubriendo: Joyce, Proust, Cocteau.

    ¿Conocía al pintor Manolo Millares desde antes de la creación de El Paso? Sí, claro. Fuimos amigos durante toda nuestra juventud. Siempre estábamos juntos, compartíamos pandilla, aficiones, nos enamorábamos de las mismas chicas… Estuvimos muy unidos porque a él le gustaba mucho pintar y a mí hacer escultura, algo que creó entre nosotros un vínculo especial, aunque nuestras obras fueron siempre distintas. Él era muy inteligente y sensible mientras que yo me interesaba más por el proceso intelectual de la creación en la escultura, la cual por su complejidad tiene otro tratamiento distinto a la pintura.

    Sus primeras piezas, los tótem de los 50, mezclaban madera, metal, piedra volcánica… pero enseguida se decantó por el hierro casi como único material Sí, era la tradición que había aprendido de la escultura contemporánea, del británico Henry Moore, y también de ciertos artistas franceses. En el arte se movía cierto bullir vanguardista que yo conocía afortunadamente, al poder viajar con fluidez desde Las Palmas hasta Inglaterra. Además, existió un germen de artistas locales muy importante desde los años 30, escultores canarios predecesores míos como Eduardo Gregorio, Plácido Fleitas, etc.

    Decía Barbara Hepworth que prefería tallar a modelar porque así vencía a la dureza del material ¿A Chirino le ocurre algo parecido cuando doblega la resistencia del metal? No, no es exactamente así. Yo siempre tuve verdadera pasión por la materia, y no se me ocurría otra cosa que el hecho de trabajarla como escultor. A veces me viene la imagen de un barco varado en los talleres de reparación que dirigía mi padre. En el puerto, cerca del Castillo de la Luz, donde ahora tengo mi fundación, se carenaban los cascos de las grandes naves. De niño, me quedaba alucinado mirando esas enormes moles de metal. Luego comprendí que me llamaba la atención la masa, el bulto redondo… como una escultura gigante…

    Tras varios viajes de Italia a París se instala en Londres para completar sus estudios en la School of Fine Arts, donde contactó con la escultura británica de Henry Moore y Barbara Hepworth ¿Qué aprendió? Bueno, aquella época fue muy importante en mi formación pero no todo lo que vi en Londres me interesó realmente. Observaba despacio e iba eligiendo en función de cómo me inquietaba aquello que miraba. Me fui reafirmando en la tesis del “menos es más”.

    ¿Qué figuras de la vanguardia le interesan? La primera vez que vi la obra de Julio González fue en una exposición celebrada en París en 1942. Me conmocionó porque, aunque conocía su obra, no la había visto agrupada y expuesta. Me impactó mucho. Siempre ha sido un referente aunque él, al parecer, no fue consciente de su trascendencia real en la escultura. Años más tarde, siendo ya muy mayor, le conocí personalmente. Otro de los grandes escultores que gozan de mi admiración es Pablo Gargallo.

    ¿Hay escultores que necesitan el contacto de las manos con la materia y otros, como usted, que prefieren lo herramental? Sí, es una identificación que adquieres sin saber muy bien por qué, quizá una opción que no puede ser de otra manera. Fue algo natural en mí adoptar ese modo de trabajo y no otro. El martillo y el yunque han sido mis herramientas, como las del herrero.

    Ricardo Gullón escribió en los 60: “La historia de la escultura española contemporánea es triste: la de una inconcebible suplantación a expensas del Arte” ¿Qué piensa? Los artistas de mi generación nos enfrentamos a un problema nuevo, la brecha que nos separaba cada vez más de la educación recibida a favor de nuestra propia formación adquirida. No estaba permitido soñar, porque en la represión franquista todo se imponía de antemano. Habíamos vivido la tragedia fratricida de la Guerra Civil, y en la posguerra la gente callaba o comentaba entre dientes episodios de odios muy trágicos. Cada historia contada te sobrecogía pero al mismo tiempo se convertía en algo habitual. Era un mundo muy cruel y a la vez extraño. Entre nosotros hablábamos constantemente de la libertad y la necesidad de renovación en el arte.

    Uno de los escultores impulsores de ese “arte generador de vida y no imitador de vida” fue Ángel Ferrant ¿Qué relación tuvo con él? Le admiré siempre. Escribió el catálogo de mi primera exposición en el Ateneo de Madrid, en 1958. Recuerdo que dijo una frase contundente: “Martín Chirino es un escultor”. Desde el principio tuvo una gran fe en mí y yo sentí un gran afecto y admiración por él. Hacía abstracción empleando el hierro y se movía en los límites, no de la razón, sino del entendimiento, de aquello que Cocteau definía como un atreverse a traspasar el espejo. Cuando vi la obra de Ferrant me fascinó, moderna, auténtica, humana y tan sencilla.

    ¿Qué lugar ocupa la obra pública en su actividad artística? En realidad no he hecho mucha obra de encargo, aunque me desenvuelvo bien en la gran escala. Hay piezas mías en plazas de Canarias y en algún otro lugar de España y también en Estados Unidos, pero me parece más interesante la obra realizada para exposiciones en galerías o museos. El recorrido de mi trayectoria es largo pero he procurado crear en libertad, a mi ritmo y sin presiones externas. En general, siempre digo que yo quiero trabajar para la historia y no para el dinero.

    También ha dicho: “nada está del todo concluido, todo está por terminar…” Yo soy un hombre que vivo el presente, no tanto lo que vendrá, que lo desconozco. La naturalidad es algo intrínseco a lo que hago, según dicen los críticos. Quizá porque siempre me he preocupado de transferir a la escultura mi propia naturaleza. Creo que no tengo estereotipos, simplemente dejo que cada pieza hable por sí misma. Mi obra no quiere ser un gesto sino una presencia, sin pretensión de adherirse a un momento concreto. Como el pensamiento, se va elaborando poco a poco. El arte tiene que ser ante todo convincente y responder a la certidumbre del artista y este, a su vez, asumir los riesgos del posible fracaso.

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