El historiador del arte inglés Michael Peppiatt está considerado la máxima autoridad sobre los artistas Alberto Giacometti y Francis Bacon. Su biografía Francis Bacon: Anatomía de un enigma, calificada por el New York Times como Libro del Año en 1997, es, sin duda, la obra de referencia sobre el genial autor de los Papas aulladores.
Como crítico de arte, Peppiatt trabajó en el Observer antes de instalarse en París donde ejerció como crítico literario de Le Monde y corresponsal del New York Times y el Financial Times.
En 1985, se embarcó en una nueva aventura, la de dirigir y editar Art International, una publicación con sede en la capital francesa. En 1994 regresó a Londres, donde reside con su esposa, la historiadora del arte Jill Lloyd, y sus dos hijos.
Su último proyecto es un monumental y enjundioso volumen sobre el escultor suizo Alberto Giacometti (Inside Giacometti ́s Studio: An Intimate Portrait. Yale University Press) que nos descubre el caos creativo que reinaba en el pequeño y abarrotado estudio, detrás de Montparnasse, donde Giacometti pasó prácticamente las últimas cuatro décadas de su vida (1926-1966).
Peppiatt nos revela cómo en su juventud llegó a París con una carta de presentación escrita por Francis Bacon para entrevistarse con Giacometti; el ansiado encuentro jamás llegó a celebrarse pues el escultor había fallecido muy poco tiempo antes, pero en vez de desistir de su proyecto, se propuso conocer a los personajes que habían jugado un papel clave en la existencia del artista.
En esta entrevista concedida a Tendencias del Mercado del Arte nos explica cómo era el estudio, ahora desmantelado, que parecía ser la creación más importante de Giacometti, abarcando tanto un sinnúmero de obras completas e inacabadas como el archivo de años de esfuerzos. A la muerte del artista, su taller se convirtió en su mayor logro, pues en el se contenían las huellas de su vida persiguiendo la verdad.
Peppiatt relata cómo el creador se vinculó, al principio, al movimiento Surrealista y como consiguió el reconocimiento en los círculos intelectuales parisinos. Tras un exilio forzoso en tiempos de guerra que pasó en Ginebra en un hotel miserable, regresó a Montparnasse, al mismo cobertizo cochambroso donde tenía su estudio, donde se esforzó por materializar su visión de la humanidad. Cubierto de yeso, siempre aferrado a sus herramientas para esculpir, telas y pinceles, su estudio fue un epicentro artístico e intelectual durante una época en la que París era la capital cultural del mundo y un imán para grandes artistas y escritores, como André Breton, Pablo Picasso, Jean-Paul Sartre, Jean Genet, Antonin Artaud, Marlene Dietrich –con la que mantuvo un breve y desconocido romance- y Samuel Beckett, para el que Giacometti creó la escenografía de la producción Esperando a Godot en el Théâtre de l’Odéon en 1961.
Coincidiendo con la publicación del libro, la galería Eykyn Maclean de Nueva York ha organizado una sensacional exposición sobre el escultor, con un centenar de esculturas, pinturas y dibujos, así como fotografías y documentos cedidos principalmente por los herederos de Giacometti, que ha sido comisariada por Peppiatt.
Desde que usted descubriera a Giacometti, a mediados de la década de 1960, se ha sentido absolutamente cautivado por él. Tal como escribe en su libro: “Están tu Giacometti y mi Giacometti, el suyo, y el de ellos. Está el Giacometti sofisticado del marchante, el subastador y el coleccionista (…) También está el Giacometti anónimo, que emociona a las personas que deambulan por una exposición u hojean un libro sabiendo muy poco o incluso nada sobre él. Éste es el Giacometti universal (…). ¿Cuál de todos es el que le ha inspirado más como biógrafo?
Diría que estoy fascinado por todos los Giacomettis –el público, el privado, el más conocido, el anónimo. Lo más asombroso de él, probablemente, sea eso –que en él se dan todos los extremos y todas las contradicciones.
Está el ermitaño que trabaja incansablemente en su diminuto y destartalado estudio, y el brillante narrador sentado durante horas en las terrazas de los cafés con Sartre y ‘le tout-Paris des arts et des lettres’. Está el filósofo que da forma a una nueva e inolvidable visión de la humanidad, y el payaso que va por ahí con escayola en sus largos cabellos para bromear con las chicas que conoce en los burdeles. Es la proyección múltiple de humanidad en Giacometti lo que le convierte en alguien tan infinitamente interesante.
Él y sus esculturas han llegado a representar a toda la humanidad comprendida entre la existencia mundana en la que hemos nacido y la sublime que nos esforzamos por alcanzar. “Alargado” es una buena palabra para Giacometti. Piense en aquellas figuras con los pies tan firmemente plantados en el barro que se estiran hacia arriba con sus atenuadas cabezas en una especie de vacío.
Esos somos nosotros. Somos así. Tenemos la tierra bajo nuestros pies y en realidad no sabemos mucho sobre lo que hay por encima de nosotros. Pero nos tensamos hacia ello, lo anhelamos. Ésa es nuestra condición. Así que supongo que es el Giacometti universal el que se convierte en el más fascinante de todos al final. Su universalidad es su grandeza. Giacometti me influyó desde la primera vez que vi reproducciones de sus obras y fotos de él en su estudio. Todo comenzó hace casi medio siglo en 1966, cuando me fui a vivir a París, por lo que podría decir casi con toda seguridad, que todos mis sentimientos sobre la vida han estado influidos por él.
Giacometti sedujo a los mejores escritores de su tiempo. ¿Cómo eran sus relaciones con Sartre, Genet y el filósofo Maurice Merleau-Ponty?.
Bueno, por supuesto que Giacometti apreciaba por encima de todo la compañía de escritores e intelectuales. Tenía varios amigos íntimos entre los artistas, como Balthus y Francis Gruber.
Pero era a los escritores a quienes prefería -así como la vida arrabalera de los alrededores de Montparnasse. Esto ilustra otro de sus extremos –disfrutaba hablando con André Breton o Beckett, pero también con un chulo divertido o con una chica que hubiera recogido en un bar, y no creo que realmente le importara con quien hablaba mientras sintiera que estaba comunicándose con un ser humano real, vivo y capaz de sentir. Pero Breton y Eluard y Sartre eran también maestros de la conversación, como el mismo Giacometti.
A Giacometti le encantaba hablar por puro placer dialéctico.
Le simpatizaba hacer de abogado del diablo, por lo que accedía a defender cualquier postura y la argumentaba hasta alcanzar la victoria. Una vez dijo que hubiera entregado el trabajo de toda una vida a cambio de una conversación realmente buena, y en otra ocasión, llevando este planteamiento a sus límites característicos, manifestó que no le importaría verse reducido a una especie de tronco, un tronco sin brazos ni piernas, siempre y cuando se le colocara en la repisa de una chimenea en una habitación donde pudiera hablar con el deseo de su corazón.
Y como hablaba de una manera tan mágica, incluso con su extraño y espeso acento francés, encandiló a escritores y pensadores. Simone de Beauvoir decía que las largas conversaciones entre Sartre y Giacometti eran tan brillantes que deberían haber sido grabadas para la posteridad (pero la gente no hacía este tipo de cosas en las terrazas de las cafeterías en el París de 1950). Escritores y filósofos se sentían cautivados por él, no sólo por los fuegos artificiales de su conversación -que podía ir en cualquier dirección, del chisme a la política o al arte primitivo- sino por sus extraordinarias obras, por supuesto, y por las implicaciones poéticas y filosóficas de gran alcance de su trabajo. Y muchos de ellos escribieron sobre él. Algunos de los estudios más perspicaces y evocadores de Giacometti siguen siendo los que escribieron Sartre y Genet. Giacometti les devolvió el cumplido con un dibujo. Así que hubo un intercambio real.
La amistad de Giacometti con Samuel Beckett era menos conocida. ¿Qué ha descubierto?
Bueno, era una amistad muy privada y poco difundida, y sobre ella apenas se ha dicho nada antes. Con Breton, la relación había sido notoria, particularmente desde que Giacometti se convirtiera rápidamente en el mejor escultor surrealista y un adorno notable para todo el movimiento surrealista.
Y con Sartre, también fue una cosa muy pública; Sartre tenía muchas ganas de vincular a Giacometti con el Existencialismo y presumir de él como el gran visionario de la situación existencial del hombre (una posición en la que Giacometti nunca se sintió cómodo). Giacometti y Beckett se conocieron muy pronto, en algún momento de la década de 1930, y dado que ambos eran extranjeros en París y dos pájaros nocturnos se encontraban frecuentemente en algunos de los diversos puntos de reunión en Saint-Germain y Montparnasse. Así que podían verse en el Café Flore o el Sélect y beber juntos, pero lo que probablemente selló su amistad fue su gusto compartido por los placeres del burdel. Existía uno en particular, muy famoso, en Montparnasse, llamado Le Sphinx, era de muy buen gusto con un estilo que podríamos definir como ‘cuando el Art-Deco se mezcla con el Antiguo Egipto’, con las chicas vistiendo túnicas semi-transparentes del tipo egipcio.
Lo que Giacometti apreciaba especialmente de aquel sitio era que podía dejarse caer por allí para tomar una copa y charlar, seguramente de temas subidos de tono, ya que se regocijaba con ese tipo de charlas. Mientras fueras razonablemente generoso comprando bebidas a las ‘niñas’, no se esperaba nada más de ti.
Esto hacía que Giacometti se sintiera a sus anchas, porque tenía una sexualidad compleja y problemática. Se consideraba semi-impotente, y creo que le excitaba más la mera idea del sexo que su concreta realización. En todo caso, el burdel era el lugar adecuado tanto para Giacometti como para Beckett porque ambos evitaban las relaciones emocionales con las mujeres y el compromiso que éstas entrañaban. Al final de la noche, a menudo los dos hombres regresaban juntos a casa. Durante años me pregunté qué clase de conversación podrían haber sostenido -una vez incluso pensé en escribir una obra basada en ese diálogo – así que investigué todo lo que pude para este libro tratando de descubrir lo que podrían haberse dicho, sólo para terminar llegando a la conclusión de que, con toda probabilidad, ¡caminaban en un silencio total y absoluto!. Creo que se sentían agradecidos por la compañía del otro, y también disfrutaban del hecho de que no necesitaban hablar entre ellos. Al fin y al cabo, ambos habían llegado a conclusiones muy similares acerca de la vida, cada uno a su manera -en ciertos puntos las obras de Beckett y las esculturas de Giacometti parecen existir casi en paralelo- y no fue una casualidad que cuando Beckett necesitó a alguien para diseñar la escenografía de ‘Godot’ recurriera a Giacometti. Del mismo modo, no sería difícil imaginar una de las cabezas como filos de cuchillo de Giacometti pronunciando un monólogo de Beckett.
¿Qué explicaría los “votos” de pobreza de Giacometti –su insistencia en vivir en las condiciones más miserables posibles incluso cuando alcanzó la riqueza, su constante destrucción de todo, etc…?
Porque tenía la mirada totalmente puesta en lo que era más importante para él: tratar por todos los medios de transmitir la pulsión de vida que sintió tan dolorosamente en toda su efímera intensidad. Junto a esa visión obsesiva, ninguna otra cosa tenía demasiada importancia. Se quedó en la pequeña choza de su estudio, porque era donde trabajaba mejor. Si destruyó tanto era porque nunca llegaba a capturar lo que veía. Esa fue su gran frustración, pero también su mayor alegría. Sentía que siempre estaba al filo, a un milímetro de capturar lo incapturable.
Usted es el gran especialista sobre Francis Bacon, ha escrito su biografía definitiva y ha comisariado diversas e importantes exposiciones sobre su obra. Cuando evoca los momentos a su lado ¿Qué recuerdos le vienen a la memoria?
La extraordinaria bondad de Bacon -una cualidad que no es evidente de forma inmediata en su obra, y tampoco es algo que la mayoría de la gente hubiera esperado de él- me emocionó profundamente en multitud de ocasiones. Era muy atento y generoso con sus amigos más cercanos, a pesar de que éstos solían ser las personas que más salvajemente le atacaban. Recuerdo, por ejemplo, que cuando un muy buen amigo mío sufrió una caída fracturándose la espalda, la primera persona que le ofreció ayuda fue Bacon, y no sólo apoyo verbal, sino que se brindó a sufragar todos los gastos hospitalarios.
Cuando mi vida se torció por varios motivos -la muerte de mi padre, un escándalo público por algo que había escrito y un chantaje emocional exquisitamente cronometrado- pude confiar en Bacon. El me sacó para disfrutar de una noche memorable, ríos de champán, primero en un gran restaurante, para luego ir a un casino y a un club nocturno, y logró que me riera por primera vez en meses. Realmente él no estaba obligado a nada (curiosamente gané el dinero que él perdió), y sin embargo se quedó conmigo hasta que me puse a bailar como un loco en Annabel ́s, y sintió que ya podía marcharse. Fue un gesto de increíble generosidad el suyo, y me ayudó a salir de una grave crisis.
Cuando pienso en él, me acuerdo del enorme placer de su risa y también de lo turbador que podía resultar cuando contaba la sencilla -aunque extraordinaria y dolorosa- verdad sobre sí mismo.
Bacon había sido un gran admirador de la obra de Giacometti, y le escribió una carta de presentación para entrevistarse con el escultor. Desgraciadamente usted nunca pudo reunirse con él, porque había fallecido muy poco antes. Habiendo estado inmerso en la vida y obra de Giacometti durante tanto tiempo ¿qué preguntas le hubiera gustado hacerle?
¡Probablemente las más indiscretas!. Me gustaría haber sabido lo que sucedió durante su largo y tortuoso romance con Isabel Rawsthorne, que era su modelo y musa (y que más tarde se convertiría en musa y formidable compañera de copas de Bacon).
Giacometti cautivaba y al mismo tiempo era repudiado por Isabel, que tuvo innumerables amantes de ambos sexos y, en general, actuaba sin la menor consideración por lo que la gente pudiera pensar. Isabel le respetaba como artista y tuvo especial cuidado en la relación porque ella misma tenía una vocación artística (además de ser modelo y chica para los buenos ratos).
Durante un periodo muy breve, tras años de angustia por su romance no consumado, se fueron a vivir juntos, pero a continuación todo se vino abajo. Isabel fue muy importante para él, al igual que la prostituta llamada Carolina en los últimos años de su vida. Por lo demás, me hubiera gustado hablar con él de todo y de nada. Hubiera querido sentarme en su estudio y escucharle hablar mientras trataba de plasmarme en pintura y arcilla, y haber ido a cenar con él a la Coupole o en el Deux Magots, y seguir la conversación con Sartre. Creo que lo mejor de haber podido preguntarle cosas directamente -que era lo habitual, pero no siempre, en el caso de Bacon- es que hubiera tratado de contarme toda la verdad, incluso aunque ésta le dejara en mal lugar.
De Cartier-Bresson a Balthus
Durante su estancia en París trabajando como crítico de arte Peppiatt conoció a muchos de los artistas, escritores y marchantes que habían estado en el círculo más cercano a Giacometti: André Masson, Max Ernst, Joan Miró o Balthus. “Nadie estuvo tan cerca de mi como para impresionarme como lo hizo Bacon –nos confiesa el escritor- Si echo la vista atrás a aquella época pienso en otra persona que tuvo una influencia capital en mi formación, fue vuestro gran poeta, Jaime Gil de Biedma, que se convirtió en un amigo cercano cuando yo vivía en Barcelona a mediados de la década de 1960. Jaime y su círculo (Carlos Barral, Juan Marsé, Gabriel Ferrater) me parecían a mi, por entonces un muchacho muy jovencito, una raza de dioses. Pero, por supuesto, hubo muchas personalidades impresionantes en París. De la gente del entorno de Giacometti recuerdo con mucho cariño a su hermano Diego, y a Annette, su viuda, que fue encantadora conmigo aunque nunca llegué a conocerla realmente. El poeta Jacques Dupin, que escribió el primer libro sobre Giacometti y que se sentaba con él regularmente, ha sido un buen amigo mío durante cuarenta años además de una fuente de fantásticas historias y de información sobre él.
Entre los escritores, llegué a conocer bastante bien tanto a David Sylvester como a James Lord, pero siempre había una -sin duda bien fundada- desconfianza entre nosotros: estábamos, al fin y al cabo, compitiendo en el mismo territorio. Cartier-Bresson fue un buen amigo y me encantaba oírle hablar de las personas más extraordinarias que había conocido (principalmente Giacometti y Bacon) y ver como se inflamaban sus ojos de un delicado azul cuando se indignaba, lo que ocurría con bastante frecuencia y, muy a menudo, de forma inesperada.
Masson y Miró fueron amables con ese crítico de arte, joven y torpe que yo era entonces, Max Ernst era elegante y divertido. A Balthus llegué a conocerlo un poco, y me impactó verle vivir esplendorosamente en la Villa Médicis de Roma. Me llevó a dar un paseo por el pequeño jardín mostrándome el lugar desde el que Velázquez había pintado sus dos vistas de Villa Medici, ¿cómo podría, escuchando a Balthus hablar sobre Velázquez en el corazón de Roma, no haberme quedado eternamente impresionado?.”
Barcelona era una fiesta
En los años 60, el crítico inglés residió en Barcelona durante un año. Gracias a su trabajo para la editorial Seix Barral entró en contacto con la ‘gauche divine’, una etapa que recuerda como la más maravillosa de su vida. “Yo había visitado brevemente Barcelona durante un viaje que hice a España con cuatro amigos estudiantes en el verano de 1964. Me encantaron sus calles medievales y su exotismo, especialmente las prostitutas con llamativos vestidos que estaban desperdigadas por la ciudad. Tan pronto como salí de la universidad regresé a Barcelona, y me gané la vida allí durante casi un año enseñando inglés y también como lector y redactor de informes sobre todo tipo de libros en inglés, francés y alemán que enviaban a Seix Barral para valorar su posible publicación. Me dieron este último trabajo gracias a Jaime Gil de Biedma, que era amigo de mis camaradas en Inglaterra. Jaime vio lo perdido que yo estaba y me acogió bajo su ala. Se celebraban almuerzos interminables y cenas entrañables que me ayudaron a sobrevivir en los tiempos difíciles. Recuerdo uno de los últimos grandes festines, en la Barceloneta, con Gabriel Ferrater.
Al finalizar la comilona, Gabriel me preguntó: ‘¿Te ha gustado?’. Le dije que me había encantado, a lo que Gabriel repuso: “Entonces, repítamos”. Así que ¡degustamos el mismo banquete dos veces!. Con Gabriel, Carlos Barral, Juan Marsé y todo el círculo de escritores y demás amigos de Barcelona y Madrid, hablábamos sobre literatura y cualquier tema bajo el sol. Jaime me presentó a escritores que no conocía, como Borges, y recuerdo que éste siempre era ingenioso y divertido cualquiera que fuera el asunto sobre el que se conversara –ya fuera un chisme o W. H. Auden. Yo sufría para entender todos los poemas de Jaime, porque mi español era muy rudimentario, pero aunque a menudo no los comprendía del todo, todavía recuerdo algunos fragmentos de memoria, porque su simple música y ritmo me estremecía. Mezclado con todo esto, por supuesto, había toneladas de alcohol y veladas nocturnas, un montón de sol y chapuzones en Sitges. En definitiva, todo lo que me gustaba, ¡allí viví la mejor época de mi vida!”..
V. García-Osuna