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    Piter, la sempiterna

    Marítima la de dos brazos, fluvial la de cuatro, un par de anclas cruzadas sobre paño rojo conforman la bandera heráldica de San Petersburgo. Es fruto del empeño de un zar —del latín césar— que ansió vivir sobre el agua, y para lo que levantó una gran ciudad sobre ella. La cubrió de arte, en su anhelo por convertirla en capital de un vasto imperio con vistas a ultramar. Más de tres siglos después, Piter —como nombran con afecto sus habitantes a San Petersburgo—, se alza majestuosa, cual palimpsesto en cuyos palacios reconvertidos en museos inabarcables permanecen las huellas de los bolcheviques, primero, y de los nazis, después, a modo de cicatrices hoy disimuladas en las columnas, pilastras, frisos, cariátides… Ello en su afán por destruir en vano lo que Pedro I —el primero de los zares— y los suyos de la dinastía Romanov erigieron para demostrarle a Europa, en particular, y allende los mares, por extensión, el poderío de la gran Rusia.

    San Petersburgo
    Fachada del Palacio de Invierno, hoy edificio principal del Ermitage

    La historia nos la cuenta estos días Aleksander. “Podéis llamarme Alejandro”, propone afable este petersburgués. Ejerce de guía oficial, y vive junto al coloso de dieciséis metros de altura de Lenin que se alza frente al edificio de corte estalinista de la Casa de los Sóviets. “Estoy aquí para convenceros de que esta ciudad es la más bella del país”, asegura en un español excelente. Son muchas las historias que contar. Está la barroca, la modernista, la socialista… Aparecen recogidas, de algún modo, en la bandera de San Petersburgo, creada en 1991. Las dos anclas representan la doble condición de puerto fluvial y marítimo de la ciudad; el cetro simboliza su naturaleza de antigua capital del imperio ruso, y el paño rojo recoge la mucha sangre derramada sobre sus avenidas en las contiendas históricas. Ámsterdam, Venecia, París. A las tres admiró Pedro I al erigir hacia 1703 sobre una marisma inhóspita bañada por las aguas del mar Báltico —allá donde muere el río Nevá— una ciudad a modo de catálogo del mejor arte occidental. Para poner coto al dominio de los suecos, decidió convertir Rusia en potencia naval. Sus descendientes emularon al patriarca con el edificio del Almirantazgo, epicentro de la ciudad, cuyo esbelto pináculo bañado en oro reluce y fija el rumbo, cual aguja magnética en esta ciudad norteña inundada de canales, puentes, palacios e iglesias, a cada cual más hermoso. Para hacer gala de su poder, el zar quiso poseer la cultura, la ciencia y la moda de Europa, por lo que contrató a los mejores arquitectos, orfebres, ebanistas, ceramistas, paisajistas, modistas y artesanos italianos, franceses, holandeses… También a aventureros y exploradores llegados de todas las tierras.

    Sala del Museo del Ermitage
    Sala del Museo del Ermitage

    “¿Sabéis cuál fue el primer museo de Rusia?”, pregunta con soltura Alejandro. El Ermitage, está en boca de muchos. Pues no, fue el que se levanta al otro lado del río: la Kunstkámera de Pedro I, hecha a semejanza de los gabinetes de curiosidades de las cortes europeas, y en la que reunió miles de fetos, animales y raras avis traídas de tierras inhóspitas. Sus descendientes la ampliaron. Así, en 1806, un biólogo escocés descubrió en Siberia que el elefante peludo no era leyenda, y el primer mamut congelado de la historia pasó a engrosar las arcas del que hoy se conoce como Museo de Antropología y Etnografía Pedro el Grande de la Academia de las Ciencias. Cómo no, el corazón de Piter es el Ermitage. Constituye un cinco por uno, una profusión de edificios inmensos que, de extenderse sus tropecientas salas en línea continua, sumarían la friolera de veinte kilómetros de recorrido. El museo emerge hierático entre el malecón del río Nevá y la plaza de Palacio. Se conformó con la colección privada adquirida a lo largo de tres siglos por los zares, y en 1917 —la fecha no es baladí— se constituyó como Museo Estatal. Puertas abiertas para todos y todas. Una vez al año, una multitud de petersburgueses portadores de claveles rojos se da un baño de masas a su paso frente a la fachada principal. Ocurre cada 9 de mayo, desde 1945, efeméride del Día de la Victoria en que Rusia entera conmemora el aniversario del triunfo sobre los nazis. Contrasta con la otra masa humana que, los demás 364 días del año, a modo de reguero incesante —5.000 personas al día, según cálculos de Turismo de San Petersburgo—, transita por la plaza y se adentra en el museo, convirtiendo sus pasillos en una autopista de caravanas multilingües encabezadas por guías portadores de banderines multicolor alzados sobre el mar de cabezas a modo de reclamo grupal. Es trabajo de chinos —nunca mejor dicho, porque son los más entre los turistas— sortearlos, incluso en la más bella de las estancias: la Sala Malaquita, forrada con el mineral único extraído de los montes Urales.

    San Petersburgo
    La catedral Smolny

    Nació siendo todo lo contrario: con el cartel de “Prohibido el paso” en la entrada. Ermitage viene del francés y significa “ermita”. El nombre se debe a los tiempos de Catalina II. El Palacio de Invierno —edificio principal del actual Ermitage, residencia de zares y zarinas—, resultaba fastuoso en exceso para la rutina diaria, y la emperatriz quiso disponer de otro lugar en las inmediaciones donde aislarse del trasiego de la vida oficial. Es así como surgió ‘la ermita’ —el Pequeño Ermitage, la primera denominación de origen que hoy da nombre a todo el conglomerado—, al que solo podían acceder unos pocos: los invitados personales de la soberana. Hoy componen el Museo del Ermitage cinco edificios que trazan en el mapa un bello conjunto arquitectónico: el Palacio de Invierno —antigua residencia de los zares—, el Ermitage Pequeño, el Teatro del Ermitage, el Ermitage Viejo y el Ermitage Nuevo. Sus salas atesoran casi tres millones de cuadros, joyas, objetos y demás antigüedades de Europa y Oriente desde tiempos inmemoriales hasta el siglo XX. Pedro el Grande fue el precursor. Su primer Rembrandt lo compró a los veintitantos años. Solo de este pintor, hoy el Ermitage custodia una treintena. El más célebre de ellos tal vez sea El hijo pródigo’ que recoge la parábola del Padre misericordioso ante el hijo arrepentido, que comparece arrodillado con la cabeza rapada. Ironías del destino, el zar instituyó en el país el impuesto sobre la barba como signo de modernización, pero también para marcar distancias con respecto a la ortodoxia eclesiástica. Quienes se oponían a pagarlo eran afeitados a la fuerza. Así lo cuenta el guía Alejandro, quien ameniza sus rigurosas explicaciones académicas sobre arte con anécdotas suculentas. No hay para menos: Pedro I, que era grande porque convirtió Rusia en un imperio, pero también porque medía más de dos metros de altura, primer impulsor de los inmensos palacios rusos al estilo versallesco, sufría de agorafobia —aversión a los espacios abiertos—, por lo que mandó construir para su uso una cabaña —eso sí, palaciega— junto al Nevá en la que guarecerse, y que aún hoy permanece en pie. Chanzas aparte, el Ermitage nació de forma oficial, y a puerta cerrada, en 1764, cuando un comerciante berlinés mandó 225 cuadros a Catalina II para saldar sus deudas. Al recibirlos, la emperatriz —amiga de Voltaire, entre otros— se decidió a armar la mayor de las colecciones europeas, y se convirtió en la principal postora de las subastas más preciadas. Solo la nobleza estaba autorizada a adentrarse en este museo privado. Eso sí: en traje de etiqueta de la época, y bajo invitación a puño y letra de la zarina. Sería harto imposible describir todo el arte contenido hoy en esta pinacoteca universal que corta el aliento. Solo de los maestros holandeses hay mil cuadros de todos los géneros. Un gran pórtico sostenido por unos atlantes da la bienvenida a este museo de museos. Hay ‘rafaeles’, hay ‘tiépolos’, hay ‘murillos’, hay ‘leonardos’, hay diamantes, hay reliquias escitas, hay un enorme pavo real mecánico que da las horas y despliega la cola en un abanico de colores, hay escudos, hay esculturas de mármoles y demás piedras, hay sellos… hay de todo y más.

    Iglesia del Salvador sobre la Sangre Derramada
    Iglesia del Salvador sobre la Sangre Derramada

    San Petersburgo es una ciudad líquida. También horizontal, dibujada con escuadra y cartabón. Pedro I ordenó que ningún edificio rebasara los 23,5 metros de la cornisa superior del Palacio de Invierno. Allá donde se mire, siempre en el centro, el horizonte está delimitado por una línea de edificios contiguos de igual altura, y solo rompe la línea el fulgor repentino de cúpulas globulares bañadas en oro de las iglesias ortodoxas. Luego está el pináculo dorado del Almirantazo y… el Lakhta Center. Inaugurado en 2018, sede de Gazprom, alcanza los 462 metros y es el edificio más alto de Europa. Mantenerse a la cabeza, ¿acaso no fue esta la visión del zar de los zares? La avenida Nevski es el lugar privilegiado para el ‘flâneur’ que se precie, tal como relatara Gógol. También están los otros escritores, cuyos colosos se alzan repartidos por las vías, como el de Pushkin, en la plaza de las Artes, renovador de la literatura rusa, bisnieto de Abram Gannibal, capturado de niño por esclavistas en tierras del Cuerno de África y vendido a Pedro I. San Petersburgo, Petrogrado, Leningrado… Son muchas las atmósferas de Piter. Ahora son días de noches blancas, esa sorprendente luz crepuscular en torno al solsticio de verano que inmortalizó en uno de sus títulos Dostoievski. Tal vez sean las muchas ciudades contenidas lo que le otorgue a esta antigua metrópoli cierto aire de misterio. Por un lado, el orden y la proporción impuestos por el mandato del primero de los zares: Pedro I. Por el otro, la serendipia y la ensoñación tan bien transmitida por sus grandes escritores. “Los de antes”: así llamaron los bolcheviques a los de la dinastía de los Romanov con la llegada de la Revolución. La consigna era erradicarlos, y poner a cero el contador de la historia. Ocuparon sus palacios, que luego el nazismo bombardeó en su intento de socavar el poder soviético. Hoy, San Petersburgo reconstruye su identidad sin repudiar el esplendor de los zares. Piter es una caja de sorpresas. El Museo Fabergé es una de ellas. En sus salas palaciegas se exponen los maravillosos huevos de Pascua que el joyero ruso convirtió en alhajas insignes. En boca del orfebre, al referirse a su clientela: “Estas son personas que tiempo atrás se cansaron de diamantes y perlas, por lo que es un inconveniente ofrecerles joyas, pero estos objetos son regalos perfectos”. Podría ser una metáfora de la actual San Petersburgo. [Inés Martínez Ribas. Fotos: Ekaterina Ponomareva]

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