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  • Bernardí Roig: el pintor que ayuda a las estrellas

    Apasionado e irónico, Bernardí Roig (Palma, 1965) se define como “un optimista que piensa que pintar es la mejor forma de ayudar a las estrellas”. Su obra, pictórica y escultórica, está muy vinculada a los espacios, un concepto que puede apreciarse en su exposición actual en la galería Miguel Marcos de Barcelona, donde sus figuras humanas se adaptan, en un juego de escalas, al tamaño de las salas de la galería; es una forma de representar y reivindicar la necesidad humana de reconocer el espacio y habitarlo. Son figuras realizadas en aluminio y esa ausencia de cromatismo muestra al individuo como entidad solitaria y ausente, siempre protegida por la máscara, una conmovedora visión del ser humano. En su obra se genera un diálogo que busca el equilibrio entre opuestos: imagen y memoria, ruido y silencio, vida y muerte, máscara e identidad, drama y comedia; para Roig siempre hay una luz, que nace como una posibilidad para el ser humano. Con una larga trayectoria, ha mostrado su trabajo en importantes museos internacionales y, en 2014, presentó la intervención NO/Escape en la Phillips Collection de Washington D.C. convirtiéndose en el primer artista español elegido para participar en el proyecto Intersections, que invita a dialogar con los fondos de la prestigiosa institución norteamericana.

    Ha titulado la exposición Desalojar el rostro. El título siempre es lo primero. Antes de empezar a reunir las obras para poner en contacto mundos que no se conocían -trabajo en varios estudios a la vez, en Mallorca y Madrid-, tener un título me permite hacer obra nueva o armar obra ya hecha para construir una exposición con cierta coherencia. La idea de “desalojar el rostro” es, en sentido poético, desocupar ese rostro cargado, como un almacén de surcos; se trataría de desalojar la identidad convertida en una máscara que a la vez cubre otra máscara y otra y otra, y desalojarlo sería la metáfora de que, quizás, debajo de todos esos rostros hay un yo” imprevisto por aparecer. Esto me da la opción de agrupar obras de diferentes periodos, afrontar la representación del cuerpo y eliminar de ese rostro todas las capas posibles. La pintura en sí, el hecho de pintar, trata de acumular materia sobre una superficie plana, pero en este caso sería despojar la pintura de esa materia, ponerle una máscara de rejilla e intentar ver qué hay debajo de los gestos mínimos.

    ¿Se refiere a gestos como los de estas Pinturas Negras? Son pinturas sobre terciopelo negro; son grandes, arriesgadas, hechas en una sesión, no tienen la posibilidad de ser corregidas, y tratan precisamente de la piel y la grieta. Cada pincelada de ese blanco tan intenso queda medio absorbida por el terciopelo y genera un negro de una opacidad monstruosa; cada trazo se manifiesta como una grieta, es un intento visual de convertir esa imagen en un espejo, en nuestro espejo, sin excusas ni anclajes porque, en su urgencia expresiva, no se podía dar más tiempo a esas pinturas. Están ejecutadas en sesiones de 4 o 5 minutos, un lapso muy corto, justo para mostrar la capacidad de recoger ese impulso sin endeudarse demasiado con la expresión. Atrapar en un gesto frío lo inmediato, sin ninguna pasión, simplemente registrar la propia acción. Una imagen directa, sin darle la posibilidad de ser mirada. Se mirará después. Si sostiene la mirada, se mirará. Si no, se cerrarán los ojos. No quería corregir, y además no había opción de hacerlo. El terciopelo es una superficie que te expulsa.

    ¿En qué pensaba cuando pintaba estas figuras? Quería hacer una imagen inmediata sin la carga expresiva de la inmediatez, y estaba muy condicionado con la elección del material donde depositar la imagen. La superficie de terciopelo me permitió hacer una pintura en un tiempo lento y rápido a la vez. Lento porque la superficie es áspera y el desplazamiento del pincel se demora; y rápido, porque quedaba anulada la posibilidad de la corrección. Casi diría que es como una polaroid, una instantánea, que no tiene píxeles, no se retoca, no permite volver a ella, no permite lo propio de la pintura: la acumulación continua de tiempo. Se llama “instantánea” porque sólo es eso, pero no por ser instantánea contiene más verdad. Sigue siendo máscara.

    Es sobrecogedor cómo se la arranca ese personaje del vídeo De-visager. Es un truco visual de la película de Ingmar Bergman, La hora del lobo, de 1968; es la imagen, que me electrificó, de una señora que se quita su propio rostro para mostrarnos que debajo tiene el mismo. La idea de esta pieza, basada en el film de Bergman, era dominar el tiempo poniéndolo a otra velocidad. Vemos el rostro, y el gesto de desnudar ese rostro, tan lentamente que nos produce asfixia. Siempre que quitamos el velo a algo esperamos encontrar una verdad. Pero en este caso, quitar lo que oculta, no es encontrar la verdad sino encontrar lo mismo, lo mismo de lo mismo, y así sucesivamente. Podría decir que ésta es una exposición de pintura “desfigurativa”, pero no en el sentido de la destrucción de la imagen porque me resulte insoportable, sino porque desfiguro la figura. No es que la desfigure para romperla, sino que le quito presencia figurativa. Por esto, el negro se come los cuerpos, son absorbidos, igual que el tiempo absorbe y se come nuestro cuerpo. Aparentemente, estas imágenes podrían estar vinculadas a la praxis del expresionismo o a formas de pintura violenta, pero no; y me gustaría que no se viera así, porque la aproximación que hago a la figura es a través de lo fantasmático, le quito presencia arrancándosela sin violencia, aunque los gestos partan de la sintaxis de la expresión.

    ¿Quitar presencia equivale a desconectarse de estar presente? Lo que mejor hacemos, desde el primer momento, es disolvernos; nos disolvemos en el tiempo. No hay escapatoria. Cuando hablo de quitarles presencia, me refiero más que nada a representar la ausencia de presencia que va teniendo el cuerpo, nuestro cuerpo. Si hablamos del cuerpo, de su representación, sólo podemos hablar de su desvanecimiento y desaparición final.

    ¿Se refiere a la ley del espejo? Sí, también. Desde la tradición iconográfica cristiana, cuando miramos una imagen lo que vemos es un espejo en el que reconocemos a la muerte trabajando. Somos ese que mira la imagen-espejo, y al mirarla vemos un rostro, evidentemente el nuestro, el sujeto que se transformará después de haberla visto. Lo mismo nos pasa cuando vamos a ver una exposición y nos gusta, o nos horroriza. Pero con ese horror o ese placer no hacemos nada; sólo nos llevamos nuestra emoción a casa. En ese sentido, la imagen nos es devuelta: nos convierte en otros. Esa es su grandeza. [Marga Perera. Foto: Maria Dias]

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