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    Miquel Alzueta, una narrativa propia

    Para Miquel Alzueta ser galerista es la profesión más hermosa. Llegó a ella después de una exitosa trayectoria en la industria editorial y precisamente por eso se considera un marchante atípico, un “outsider”. Está convencido del enorme potencial del arte y su mercado, y cree que el futuro pasa por internacionalizarse, una receta que él mismo se aplica pues tiene presencia en tres países. Es un esteta de la cultura y un coleccionista omnímodo: antigüedades, arte moderno y contemporáneo, libros y, por supuesto, diseño.

    Usted fue editor. Sí, probablemente mi vida profesional más intensa ha sido la de editor. Empecé a los 23 años fundando con unos amigos la editorial Columna que publicaba libros en catalán y más tarde en castellano. Fue mi gran proyecto cultural durante 25 años. Después se la vendí a Planeta, aunque yo continué como editor porque la operación comportaba que me quedara un lustro trabajando para ellos en un plan de expansión internacional. Fue una época fantástica, pero yo ya me había involucrado con el mundo del arte como coleccionista aficionado unos años antes. El arte me gustaba, pero no tenía dinero y compraba lo que podía; las cosas fueron mejorando y llegó un momento en que mi relación con el arte era tan intensa que pensé que tal vez podía aportar algo más que solo coleccionar. Empecé apoyando a artistas jóvenes catalanes, y luego abrí una galería que ha ido evolucionando hasta hoy.

    La primera obra que compró fue de Josep Mompou. Sí, compré un cuadro suyo en una subasta cuando era muy joven pensando que valía el precio de salida, 40.000 pesetas [240 euros], pero con las pujas subió a 400.000 [2.400 euros]; no las tenía, pero algunos amigos me prestaron dinero y tardé un año en poder devolverlo. Era un cuadro del Pirineo muy bonito, que marcó el inicio de mi pasión por el fauvismo y el postfauvismo.

    ¿Y la galería? Hacia 1995 empecé a trabajar con artistas jóvenes que me gustaban, coleccionistas que conocía y amigos. En el año 2000, surgió la oportunidad de hacerme con este local de la calle Séneca de Barcelona. Me pareció que podía servir como oficina para mi colección y también ser un lugar donde trabajar en el mundo del arte. Mi idea no era abrir una galería, quería que fuera un espacio muy privado, donde estuvieran mis pasiones. Yo era un coleccionista un poco extraño, un galerista un poco atípico, porque soy un enamorado del mobiliario del siglo XX, y siempre pensé que diseñadores como Jean Prouvé, Charlotte Perriand o Le Corbusier, debían estar en una galería. Y, por tanto, en la mía se podían encontrar cosas muy diversas. Luego, con los años, eso fue desapareciendo, también por la enorme dificultad para encontrar piezas y porque la nueva dirección, a cargo de Júlia Alzueta, mi hija pequeña, tiene claro que debe ser una galería estrictamente de arte contemporáneo.

    La galería la lleva Júlia. Como he trabajado muchos años en el mundo empresarial, siempre tuve claro que no me jubilaría, pero sí quería un traspaso claro y real. Quiero que los proyectos que hago perduren en el tiempo. Estoy feliz de que Columna siga siendo una empresa exitosa después de que la dejara hace 25 años. No me gustaría que los proyectos en los que me he implicado desaparecieran conmigo; es un error que adelgaza el tejido empresarial y cultural e impide que quede poso, que es uno de los problemas que tenemos en el mundo del arte en España, que carece de una industria cultural potente.

    ¿Qué propone? Siempre he sido un “outsider” del mundo del arte, a diferencia de Júlia, por ejemplo; yo venía de otro mundo, por lo que siempre cuestioné muchas cosas que veía que no estaban bien aunque todo el mundo las diera por buenas. Entre ellas, esa sensación de que el adelgazamiento de la industria cultural era positivo. A veces daba la impresión de que se aplaudía que se abriera una galería pequeñita en un lugar imposible, donde no existía ninguna posibilidad de sobrevivir. En cambio, los proyectos con más voluntad de perpetuidad y de fortaleza, a veces eran criticados por la propia industria cultural considerándolos a menudo comerciales.

    Tiene varias galerías. Dos en Barcelona, una en Madrid, otra en Casavells (Empordà), colaboramos con otra en Inglaterra y este mes inauguramos en París, en la rue de Beaux Arts. Siempre he pensado que uno de los problemas graves que tiene la industria cultural y el mundo del arte es la necesidad de internacionalizarse. A veces pensamos que esto pasa solo por Internet, que es una gran herramienta, pero no es solo eso. Creo que las galerías deben hacer un esfuerzo titánico, complejo a nivel económico y personal, para tener una presencia física en los lugares en los que creemos que se está moviendo el mundo del arte: Inglaterra, Francia, Alemania, Estados Unidos… ya sea haciendo ferias o abriendo espacios, para poder competir en un mercado global.

    Se habla mucho de que el mundo está cambiando drásticamente, y que debería repensarse el modelo de galería. Cuando comencé como editor a los 23 años, lo primero que hice fue viajar a París para ver a Gallimard, que para mí era la editorial de referencia. Le dije al señor Gallimard que quería ser como ellos pero en catalán. Por lo tanto, la cuestión era jugar a los grandes en una dimensión pequeña y seguí su modelo de editorial. En el mundo del arte, para mí, sucede lo mismo. Veo quiénes son los grandes hoy: David Zwirner, Hauser & Wirth, Gagosian y los gigantes de Londres, estudio su filosofía empresarial e intelectual y la adaptamos a nuestra medida, mucho más pequeña. No podemos inventarnos un modelo que ellos ya han inventado y que se ha demostrado exitoso. Intentemos estar en su liga entendiendo que, si ellos son los números 1, 2 y 3, nosotros somos los 327, 328 ó 329. Debe haber una vocación, dentro de nuestras posibilidades, de hacer que los artistas españoles tengan las mismas oportunidades que los norteamericanos, alemanes, ingleses o franceses… [Marga Perera. Foto: María Dias]

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