• La colección de Tanya Capriles de Brillembourg

    Que el arte tiene el poder de transformarnos, lo sabe bien Tanya Capriles de Brillembourg que aspira a dejar, además de “un legado artístico coherente”, un mundo mejor. La filántropa venezolana cree en el cambio social que pueden desencadenar las artes plásticas, la música o la danza, un potencial que ella impulsa a través de la Fundación SaludArte, TCB21 Residencia y TCB21 Arte & Diseño, así como de instituciones a las que está vinculada como el Museo de Bellas Artes de Houston (MFAH), la Fundación Museo Reina Sofía de Madrid o la New World Symphony de Miami. Su colección, considerada una de las más renombradas de arte latinoamericano, refleja la personalidad curiosa y abierta de su dueña. En sus fondos, además de pinturas y esculturas, están representados medios como el videoarte, la performance o las instalaciones. “El arte es un transformador de vidas por eso no encuentro sentido a coleccionar si no es para compartirlo con los demás”, asegura Capriles que en octubre pronunciará una conferencia en el Museo Thyssen dentro del ciclo El gran coleccionismo de arte contemporáneo. Los nuevos cánones y sus intérpretes. Junto a piezas geométricas de autores venezolanos como Cipriano Martínez, Jesús Matheus o Iván Rojas que ofrecen un colorista contrapunto a esculturas de Lucio Fontana o Archipenko, conversamos en su residencia madrileña sobre el sentido del mecenazgo o por qué el arte es el mejor embajador de un país.

    ¿Cómo nace su interés por el arte? Tenemos que remontarnos mucho tiempo atrás, a los años 70. En aquel momento Venezuela era un hervidero de arte, algo que había arrancado décadas antes porque ya en los 50, cuando se construye la Universidad Central, en la que yo estudiaría Periodismo, hubo un arquitecto, Carlos Raúl Villanueva, que llenó el campus de obras de artistas internacionales, como Joan Miró, Fernand Léger, Víctor Vasarely o incluso Calder, cuyos Platillos voladores decoran el techo del Aula Magna; por supuesto también están representados maestros venezolanos como Carlos Cruz Díez, Alejandro Otero o Jesús Rafael Soto. He sido afortunada de venir al mundo en un país con una fuerte tradición artística.

    De su padre, fundador de la Cadena Capriles, un importante grupo mediático, heredó el interés por la cultura. Él era un lector empedernido, disfrutaba pasando las horas en su biblioteca, y nos inculcó a sus hijos la importancia de la educación. La nuestra es una familia de emigrantes, repartida entre Madrid, Miami y México. Con España nos une un vínculo antiguo y especial, porque mi madre pasó aquí 55 años de su vida y aquí está enterrada. Pero creo que esta dispersión tal vez sea el signo de nuestro tiempo, son tantos los artistas que han tenido que salir de sus países y empezar en otros lugares.

    ¿El coleccionismo le viene de familia? En realidad mi padre empezó a coleccionar ya mayor, porque sufrió un infarto y el médico le recomendó que se buscara un hobby tranquilo y él ya había cultivado su afición al arte a través de los libros. Su preferido era Wifredo Lam, el gran artista cubano, pero por amor a su identidad latinoamericana coleccionaba a todos los grandes de la Escuela del Sur. Así que de ahí nos viene parte de ese interés, pero es que era imposible vivir en Venezuela y permanecer ajeno al arte.

    Usted empezó a comprar en los 80. Porque yo tenía una casa muy grande en Miami en la que, obviamente, había muchas paredes [sonríe]. Entonces, mi hermana Mayra, que tiene un ojo único, empezó a buscar conmigo artistas ya consagrados: Botero, Lam, Torres-García. Reuní una colección extraordinaria a la que el Museo de Bellas Artes de Houston  (FAMH) dedicó una exposición en 2013. Tengo la impresión de que al principio uno compra la misma obra, y cuando las primeras cinco o diez empiezan a dialogar entre sí, en cierto sentido, te están indicando el camino.

    ¿Cuáles fueron las primeras en llegar a su vida? Recuerdo un tótem de Wifredo Lam que descubrí en la casa de un marchante. Estaba colocado boca abajo, porque es una pieza muy alta, y me intrigó. Pedí que le dieran la vuelta y cuando lo vi, quedé cautivada. También me enamoró un Diego Rivera atípico, Naturaleza muerta con limones, que fue precisamente la portada de la exposición de Houston. La pintó en 1919, durante su etapa en París, cuando se aventuró en el cubismo. Es una rareza. Me fascinan las obras poco comunes de los artistas, aquellas que no asociamos con ellos inmediatamente. Y creo que eso es justamente lo que llamó la atención del Museo de Bellas Artes de Houston, que yo tuviera, por ejemplo, 10 o 12 “lams” entre los que había una pieza característica, pero el resto son inusuales. Mi colección te permite estudiar las etapas menos conocidas de ciertos artistas, sus experimentaciones… [Vanessa García-Osuna. Foto: Alfredo Arias]

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