“El arte debe defender lo incierto”, proclama William Kentridge (Johannesburgo, 1955) quien se define como un artista que hace dibujos al carboncillo que a veces pueden ser grabados con una cámara y transformarse en películas de animación y, en otras ocasiones, proyectarse sobre los escenarios de teatros y óperas. Su obra funde el dibujo, la animación, el cine, la música, la danza o la escenografía para abordar cuestiones como la represión y la injusticia. Después de graduarse en Ciencias Políticas y Estudios Africanos por la Universidad de Witwatersrand en 1976, se mudó a París en 1981 para estudiar mimo y teatro en la prestigiosa escuela de Jacques Lecoq. De vuelta a su ciudad siguió vinculado al mundillo teatral pero compaginándolo con las artes visuales. “He vivido dos vidas como artista”, ha contado, “la primera, después de la universidad, cuando hacía grabados pero entonces sentía que no tenía derecho a considerarme artista. No tenía nada que decir. Traté luego de convertirme en actor. Fracasé. Intenté ser cineasta y también fallé en eso así que me vi, diría que casi a pesar mío, de nuevo en el estudio dibujando. Al cabo de un año finalmente me sentí autorizado a escribir en un visado que mi ocupación era la de artista”. Hijo de una pareja de abogados antiapartheid, Kentridge ha sido una figura clave en la recuperación de la memoria histórica de su país.
Premio Princesa de Asturias de las Artes en 2017, sus creaciones se han expuesto en museos como el MoMA de Nueva York, la Albertina de Viena, el Louvre de París, la Royal Academy de Londres o el Reina Sofía madrileño, entre otros. Ahora es la Fundació Sorigué la que le dedica una ambiciosa muestra en su museo de Lleida que nos sumerge en su proceso creativo a través de la colección dedicada al artista que comprende 16 obras, entre videos, dibujos e instalaciones. “Es una hermosa mañana otoñal, en esta época del año los bosques de jacaranda púrpura restallan contra el cielo azul,” dice poéticamente Kentridge al comenzar la entrevista desde su estudio de Johannesburgo, rodeado de naturaleza y con el canto de los pájaros de fondo.
La Fundació Sorigué atesora el corpus más significativo de su obra en Europa. ¿Qué significa para usted que haya una colección así en España, en la ciudad de Lleida? Siempre es bueno cuando una institución posee más de una pieza porque eso permite que el público se haga una idea del universo del artista. La Fundació Sorigue tiene, sin duda, si no el más grande, uno de los mayores fondos institucionales de mi trabajo, en particular de grandes videoinstalaciones. De hecho, en su sede de PLANTA exhiben completa More sweetly, play the dance [una espectacular instalación videográfica de casi cuarenta metros de longitud por la que desfila una procesión infinita de personas en movimiento]. Yo no conocía la ciudad de Lleida, pero está cerca y muy bien conectada con Barcelona donde viven muchos amigos y colegas míos.
¿Es importante para usted que su obra hable del presente? ¿el espectador puede encontrar conexiones o ecos de cosas que están sucediendo? La obra siempre está conectada con el presente en el sentido de que todo lo que entra en el estudio tiene alguna relación con el momento actual, ya sean noticias de actualidad, sucesos inmediatos, las guerras que proliferan alrededor del mundo, o los problemas sociales que vivimos en la propia Sudáfrica. Pero también se impregna de los libros y periódicos que uno lee, de las películas que ve, etc. Así que en el estudio no deja de entrar material nuevo y viejo. Pero incluso la obra más antigua tiene generalmente vínculos con el presente. Hace dieciocho años, por ejemplo, hice una pieza teatral sobre la Segunda Guerra Mundial [se refiere a Black Box / Chambre Noir] y las preguntas que allí se planteaban hoy siguen siendo contemporáneas y esa es la razón de seguir presentando piezas antiguas, porque nos siguen interpelando…. [Vanessa García-Osuna. Foto: Cortesía Fundació Sorigué]