Compartió profesión y vida con el arquitecto Enric Miralles, creando un estudio de proyección internacional con obras tan importantes como el Parlamento de Escocia; ambos entendían la arquitectura como un arte global, diseñando interiores y mobiliario, incluso urbano. Tras el deceso de Miralles, Benedetta Tagliabue ha seguido logrando éxitos, como el Pabellón de España de la Expo 2010 de Shangai. Hace años, la pareja encontró una casa abandonada del siglo XVIII en el casco antiguo de Barcelona; como una caja de sorpresas, se sucedían un descubrimiento tras otro: detrás de una falsa pared, una serie de arcos góticos con un capitel en forma de ángel; tras los envejecidos papeles de las paredes, unas pinturas al fresco… Convertir esta vivienda en su hogar se convirtió en un experimento, un lugar en el que fueron tomando decisiones, que aplicaron a sus posteriores proyectos. Sus estancias rezuman personalidad gracias a la mezcla de piezas antiguas y modernas, de artistas consagrados y creadores con los que le une una relación de amistad.
¿Cómo llegó a la arquitectura? De niña dibujaba muchísimo, ¡siempre tenía un lápiz en la mano!; cuando llegó el momento de decidir mi orientación, la arquitectura me atraía porque representaba todo aquello del dibujo que yo no había explorado, porque yo hacía dibujos de mi fantasía; eran imágenes que salían de mi interior y me parecía que no prestaba demasiada atención a mi exterior. La arquitectura era para mí la posibilidad de aplicar mi don para el dibujo y conocer un poco el mundo, aunque durante una época dudé en hacerme médico porque me motivaba ayudar a los demás, pero me di cuenta de que la arquitectura también supone una gran dedicación a los demás.
¿Cómo conoció a Enric Miralles? Le conocí cuando yo era estudiante de arquitectura en Venecia; teníamos muchas ideas y hacíamos una revista estudiantil a nivel internacional. Aunque viajar en aquella época era bastante excepcional, algunos de mis compañeros vinieron a Barcelona antes de las olimpiadas y conocieron a algunos arquitectos, entre los que se encontraba uno considerado una futura promesa de la arquitectura: Enric Miralles. Más adelante fui a Nueva York, le llevé la revista y así nos conocimos; después me enteré de que la revista no le había gustado nada, pero por suerte no me lo dijo en aquel momento [sonríe].
Cuando vino a Barcelona ¿ya empezó a trabajar como arquitecta con él? Sí, en realidad vine porque le había conocido a él. Al principio yo trabajaba en otro estudio porque quería mantener una cierta independencia, pero era muy difícil mantenerla con Enric porque era una persona muy carismática y quería que todo su entorno participara de lo que él estaba haciendo. A veces yo estaba dibujando otro proyecto y me llamaba porque había tenido una nueva idea o para que fuéramos a ver alguna cosa, ¡era muy bonito trabajar con Enric!, y poco después de estar aquí en Barcelona me di cuenta de que lo mejor que podía hacer era trabajar con él.
¿Qué obras de las realizadas con él considera más icónicas? Creo que la más carismática es el mercado de Santa Caterina, en Barcelona, todo su entorno y esta misma casa. Esta casa fue como un experimento, un lugar en el que fuimos tomando decisiones, insólitas hasta entonces, y que adoptamos juntos porque era nuestra casa; eran cosas muy novedosas, como ser respetuosos recuperando lo antiguo: mantener las vigas vistas y los muros destrozados, reutilizar los muebles con cajones propios de la industria de aquella época o diseñar muebles que pudieran moverse y ubicarse en un espacio abierto. Más tarde, cuando diseñamos el mercado de Santa Caterina y el barrio, aplicamos al plan urbanístico del barrio y a todos los edificios del entorno preexistentes lo que habíamos aprendido en nuestra casa.
Háblenos de su colección No me considero coleccionista pero tenemos algunas cosas que vamos comprando, sobre todo de amigos y de viajes, como esta pintura de una amiga japonesa; una pintura de Soraya Smithson, hija de los muy conocidos arquitectos Alison y Peter Smithson, que fue un regalo que ella hizo a Enric; una lámpara veneciana de seda y metal de Mariano Fortuny hijo, también pintor, que había vivido en Venecia y fue escenógrafo y diseñador textil, es una lámpara comprada en la tienda BD de Barcelona, que también tenía obras de artistas importantes, como Mackintosh o Le Corbusier, y me gusta particularmente Fortuny porque yo estudié en Venecia y la influencia veneciana en él es muy fuerte; un aborigen australiano; una pintura de Thomas Bayrle, también amigo, pero reconocido como pintor, que ya tiene un cierto valor en el mercado. Me gusta esta mezcla. Aquí tenemos un Palazuelo, un regalo de boda que llegó con el cristal roto y lo dejamos así como recuerdo de Duchamp, un artista que nos hubiera encantado tener [sonríe]; hay una pieza de Antoni Miralda, también amigo, que durante una época tuvimos un proyecto conjunto en Santa Caterina, donde él quería poner un tipo de museo-restaurante, que al final no prosperó… [Marga Perera. Foto: Maria Dias]