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    La colección de Enrique Ordóñez e Isabel Falcón

    “¿Cómo se aprende a ser fotógrafo” le preguntaron a Alfred Stieglitz. “Mirando”, respondió el maestro. Un consejo que, como coleccionistas, han seguido Enrique Ordóñez e Isabel Falcón y que les ha ayudado a reunir uno de los conjuntos fotográficos privados más importantes de Europa. Sus fondos, que superan las 3.000 imágenes, ilustran las principales corrientes fotográficas del siglo XX y sus protagonistas. Movidos sólo por el afán de descubrir y con un enfoque “gran angular”, es decir, abierto y cosmopolita, han logrado componer una “pequeña historia de la fotografía” en la que está presente desde la fotografía experimental y de vanguardia, a los nuevos realismos, el retrato o la fotografía de arquitectura. El matrimonio Ordóñez-Falcón empezó su aventura allá por los años 70, cuando el mercado de la fotografía empezaba a articularse. Compraban en el extranjero, en galerías y casas de subastas, y así, además de acceder a piezas singulares (casi siempre copias de época firmadas) se relacionaron con algunos de sus artistas más admirados, como Cartier-Bresson, Irving Penn o Richard Avedon. Como reconoce Enrique Ordóñez en esta entrevista, desde el principio sintieron que parte del placer de atesorar estas imágenes, residía en compartirlas con los demás. Hicieron numerosos depósitos en museos que, con el tiempo, se convirtieron en donaciones. Hoy, instituciones como el TEA (Tenerife Espacio de las Artes) o el Museo de Bellas Artes de Bilbao han visto enriquecerse sus colecciones gracias a la generosidad de estos mecenas vascos que, en 2003, recibieron el Premio ARCO al Coleccionismo.

    ¿Cómo nace su colección? Crear una colección no es algo repentino. Es más bien, como decía Machado, ir haciendo camino al andar y cuando miras atrás, te das cuenta de que has construido una colección. Por mi carrera profesional como diseñador y grafista, he estado en contacto con la imagen, el diseño y la fotografía publicitaria, pero en un momento dado descubro que la fotografía surgida de la creatividad, no dependiente de un encargo, me brinda una fascinante ventana al siglo XX. Empecé a visitar galerías, a leer libros sobre fotógrafos… Para mí la imagen va antes que la fotografía. La fotografía es un medio y la imagen, una forma de mirar.

    ¿Cómo definiría la suya? Muy universal, poco local. Me interesaba lo que se hacía por todo el mundo, ya fuera en Alemania y Centroeuropa o en América. Una de las primeras fotos que compré era de Cartier-Bresson, era un vendedor de corbatas en el Rastro de Madrid, la había tomado en 1932, durante uno de sus primeros viajes a España. La adquirí en la galería Zabriskie de París, que en aquella época era prácticamente la única que se dedicaba a fotografía de vanguardia. Me hice muy amigo del ayudante de Virginia Zabriskie, un americano que luego sería conservador de Fotografía en el Museo de Filadelfia.

    ¿Cómo era el mercado en aquella época? A finales de los años 70, la fotografía era considerada un arte menor, porque era repetitiva. Carecía de ese elemento de exclusividad que tiene por ejemplo la pintura. El hecho de que a partir de un negativo o una placa se pudiesen obtener muchas copias, le restaba valor, en teoría, de ser algo único. ¡Pero yo estaba hambriento de imágenes!. Entonces podía accederse fácilmente a piezas de grandes maestros, pues no fue hasta casi los años 90 cuando la fotografía alcanzó reconocimiento en el mercado y sus precios crecieron.

    Un museo como el Metropolitan de Nueva York no contó con un departamento específico hasta 1992… El mercado era marginal en casi toda Europa pero en España era inexistente. París era una especie de puente sobre todo hacia la fotografía norteamericana. Había muchos fotógrafos americanos viviendo allí, y eso generó un caldo de cultivo y podías acceder a todo lo que quisieras. Al principio comprábamos en París, en las subastas, porque aquí en España no había prácticamente ninguna galería dedicada al medio. En los anticuarios podías encontrar fotografía del XIX porque originalmente no se había concebido como obra única, sino como parte de un álbum, luego las imágenes se arrancaban y se vendían individualmente.

    ¿Se impusieron algún requisito al comprar? Sí, en realidad, tres: que la fotografía fuera vintage, es decir, de época, que estuviera firmada por su autor, y que la copia tuviera gran calidad. Desde el principio no quisimos acaparar sino compartir, por eso fuimos derivando los contactos de las fotografías a los museos. Y cuando te das cuenta de que la colección ha crecido tanto que ya no puedes colgarla toda en casa te planteas hacer depósitos en instituciones para que sea disfrutada por más personas: primero lo hicimos en el IVAM de Valencia, luego en el MACBA de Barcelona, a continuación en el ARTIUM de Vitoria, después en el CGAC de Santiago de Compostela y, más tarde, en el TEA de Tenerife.

    Han conocido a muchos de los grandes Fue maravilloso tratar, por ejemplo a Irving Penn y Richard Avedon, a quienes conocí a través de una galería de Nueva York. De Avedon me fascinó su trabajo sobre los americanos del Oeste, retratos apabullantes de casi 150 cm. El propio Avedon positivaba sus copias que tenían una calidad extraordinaria. Irving Penn, por su parte, se había iniciado en la moda, y se había hecho conocido principalmente a través de las revistas. Nosotros conseguimos reunir una serie de desnudos en platino, auténticas joyas, que eran como esculturas fotográficas. [Vanessa García-Osuna. Foto: Juantxo Egaña]

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