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    Richard Estes: El pintor ‘Real’

    Bulle en él la sangre flamenca. Dos de sus abuelos eran belgas. «De Brujas», concreta. A más de cinco mil quilómetros de distancia, en su estudio de Maine (Estados Unidos), Richard Estes (Kenawee, Illinois, 1932) completa estos días un autorretrato enorme. Al pedirle que lo muestre en fotografías, toma su cámara – que siempre le acompaña-y busca entre las imágenes guardadas. No encuentra ninguna. Cabría cerrar los ojos y viajar a la Brujas de 1436. Jan van Eyck pintó entonces la Virgen del canónigo Van der Paele, y hay mucho de la cabeza del deán en la de Estes. No solo por la semblanza en determinados rasgos de los rostros. Sobre todo, por el afán de los dos pintores en reflejar el mundo visible con la mayor precisión en el detalle. En un juego de rostros, Velázquez mostró más adelante el suyo propio en algunos de sus cuadros. Estes hace hoy lo mismo al reflejarse en escaparates y lunas de rascacielos. Su pintura «real» es un homenaje a la mirada de los grandes maestros del pasado. La entrevista transcurre en la galería Marlborough de Barcelona, donde estos días el artista presenta catorce nuevos lienzos, y concluye con una conversación a tres bandas. Es mucha la curiosidad de Estes y la directora, Mercè Ros, le desvela nuevas leyendas de Velázquez. Inés Martínez Ribas

    El apellido Estes, ¿de dónde viene? No lo sé. Algunos dicen que es español. Si sé que mis antepasados eran belgas, por un lado, e ingleses, irlandeses y escoceses, por el otro.

    De niño, ¿cuándo cogió usted un lápiz por vez primera? Surgió. Empecé a los tres o cuatro años, y lo hacía con frecuencia. Conservo indeleble el recuerdo de un primer dibujo mío de aquella época: una figura con ojos y manos. Desde entonces, siempre he dibujado. En el colegio, cuando los maestros necesitaban plasmar algo sobre el papel, siempre me lo pedían a mí. Seguramente, porque no era bueno en nada más [risas].

    ¿Es lo que le motivó a proseguir estudios en el Art Institute de Chicago? Mi familia se trasladó a vivir a Chicago. Quise ser arquitecto, y estudiar de la mano de Mies van der Rohe, que dirigía el Departamento de Arquitectura del Illinois Institute of Technology. Pero llegué tarde. Estaba de viaje por Europa, y al regresar había finalizado el plazo para matricularse. Así que lo hice en el Art Institute, y el azar quiso que estudiara arte.

    ¿Llegó a encontrarse con Mies van der Rohe? Apenas me lo crucé, más adelante. Cuando acabé mis estudios, trabajé un tiempo en un estudio de diseño que estaba en el mismo edificio que su oficina. Coincidimos en el ascensor, pero no llegué a hablar con él. Lo recuerdo con su capa. También me crucé con Frank Lloyd Wright. ¡Qué dos grandes personalidades!.

    Así que se olvidó de ser arquitecto para ser pintor Nunca llegué a pensar que sería pintor. ¿Cómo iba a sobrevivir pintando? Así que me pasé doce años trabajando en publicidad, primero en Chicago y, sobre todo, luego en Nueva York. También colaborando con un par de revistas.

    ¿Cuáles? Popular Science y el Reader’s Digest. Realicé también mucho trabajo industrial para agencias como Marsteller. Realizaba para ellos las ilustraciones publicitarias de las plantas de energía y afines. Recuerdo una de una computadora. Mi dibujo era enorme, tanto como la extensión de esta mesa tan larga. Creo que entonces no se utilizaban todavía los chips. Eran transistores, miles de ellos, uno junto al otro.

    ¿Qué aprendió en el Art Institute? A pintar y a dibujar. Nos pasábamos las mañanas haciendo dibujo al carboncillo y las tardes pintura al óleo. Una vez a la semana teníamos una clase magistral de historia del arte.

    Una vez en Nueva York, ¿continuó pintando por su cuenta? Sí, me sobraba tiempo. No todo el rato estaba diseñando.

    ¿Hasta que en 1962 decidió trasladarse a… España? Logré ahorrar algo de dinero. Unos cinco mil dólares. Suficiente para mí en aquellos tiempos. Así que me marché a Mallorca. A Palma.

    ¿Por qué Mallorca? Mi idea era Florencia. Alguien me habló de Mallorca y me aseguró: “Es mucho más barato” [risas]. Así que me planté en Barcelona, tomé un barco y pasé tres meses en Palma. Residí en un palacete cerca de la catedral. Tenía una habitación enorme, pero estaba helada. No había calefacción. Solo había un hornillo eléctrico comunitario y un brasero bajo una mesa redonda donde nos sentábamos a comer. No llegué a explorar la isla. Solo estuve en Palma y en su playa.

    ¿Qué hay de Florencia en Palma? Nada. Solo quería ir a un lugar donde pintar. El sitio era lo de menos. Tenía ese dinero en una cuenta bancaria de Nueva York. Cuando necesitaba más, me lo enviaban. De repente, un día me encontré casi sin un centavo. Fui a Madrid, y de allí a Segovia, porque había un lugar donde por un dólar diario dormías y comías. Luego me enviaron algo de dinero y regresé a Nueva York.

    ¿Qué pintó en España? Pinturas muy vagas. Nada que ver con lo que ahora muestro en la galería Marlborough. No empecé a hacer pinturas realistas hasta 1967. Antes, el realismo solo lo empleaba en mis ilustraciones y diseños comerciales. Como pintor, entonces era expresionista.

    ¿Qué le hizo pasar del expresionismo al realismo? No lo sé. Todo el mundo quería ser expresionista [risas]. Quise probar con algo diferente. El realismo era un terreno por conquistar. Bueno, aún hoy lo es. La gente todavía dice: “Esto no es arte, es ilustración.”

    ¿Se siente cómodo con las etiquetas? Realmente, no me gustan. Yo simplemente me considero pintor. Trato de hacer lo que antes hicieron otros a los que admiro, como Velázquez.

    Como en Las meninas de Velázquez, usted a menudo se autorretrata en sus cuadros Sí, este verano he estado trabajando en un gran autorretrato mío con mi cámara. Todavía está en mi estudio de Maine. Casi acabado.

    ¿Tiene un único estudio? ¿Pinta en el mismo sitio siempre? En mi apartamento de Nueva York tengo un estudio. En Maine tengo dos, en diferentes habitaciones de mi casa. Uno es el ‘estudio sucio’, revuelto y desordenado, donde hago los procesos iniciales de la pintura. El otro es el ‘estudio de acabado’, mucho más limpio, y donde trabajo los colores y las pinceladas finales.

    Usted toma fotografías primero y luego pinta. Cuéntenos su método Con la cámara digital ha cambiado. Antes utilizaba película. En la sala oscura de Maine, que aún conservo, positivizaba las fotografías seleccionadas como germen de mis pinturas. Nunca utilicé las diapositivas ni la proyección de imágenes en la pared. Necesito ver lo que estoy haciendo en todo momento. Ahora me resulta más fácil con el entorno digital, no tengo que batallar con la química. En Nueva York, cuando quería pasar a papel un negativo, tenía que esperar a la caída de la luz porque me resultaba imposible oscurecer lo suficiente la habitación. Con la tecnología digital, pulso un botón e imprimo las imágenes a tamaño de 22 x 13 pulgadas. En el mismo ordenador combino diferentes fotografías. Me permite, además, ampliar algunos detalles, como las sombras o los reflejos, y obtener diferentes exposiciones.

    ¿Alguna vez ha mostrado en público sus fotografías? No. Me dedicaron una exposición en el Museum of Arts and Design de Nueva York [2015], y el comisario mostró unas pocas, las empleadas en algunas de las pinturas exhibidas entonces. Suelo romper y luego tirar las fotografías que utilizo. Las otras, las guardo en archivadores. Tengo miles de negativos, algunos de los primeros tiempos. De muchos ya ni siquiera encuentras la química para positivizarlos. Muchas de mis obras surgen de una superposición de diferentes fotografías. Si un trozo de mi pintura no acaba de funcionar, entonces hago algo diferente allá. No tengo un plan preconcebido. Parto de telas muy grandes. Las clavo en una pizarra y empiezo a pintar desde el centro. Voy añadiendo cosas alrededor, hasta llegar a la conclusión de que determinada pintura ya está acabada, no importa el borde que quede. Es cuestión de equilibrio, en cada caso.

    ¿Cuándo sabe que ha llegado al final de una pintura? Porque me canso de esa pintura [risas]. A veces, porque no prospera, no importa lo duro que te emplees en ella. Sabes que estás perdiendo el tiempo. Me gustaría que fuera diferente, pero es así.

    ¿Cuál es el nexo de unión de las catorce telas que ahora muestra en la Marlborough? En muchos casos son trabajos recientes. Todas las grandes pinturas lo son. Hay pequeñas, de 2008, y las de la Antártida son de 2010.

    ¿La Antártida marca una nueva mirada? Hice dos viajes a la Antártida. El primero, en un crucero enorme, junto con 3.000 personas. Nunca lo abandonamos. El segundo lo hice en un barco más pequeño, y sí bajamos a tierra. Recuerdo caminar rodeado de miles de pingüinos. Me permitió ver la Antártida desde otra perspectiva, un nuevo punto de vista.

    ¿Había alguna intención tras las pinturas de la Antártida? No en mi caso. No trato de persuadir. No es mi intención. Las estatuas romanas o el arte medieval si son una suerte de propaganda. En mis pinturas es lo que miras. Una cuestión de pura estética.

    ¿Qué es arte para usted? No lo sé… artificial! [risas]. No lo sé, la verdad es que nunca me lo he planteado. Es algo que lo disfruta la gente que puede pagarlo.

    ¿Algún sueño por cumplir? Poder continuar un par de años haciendo lo que hago ahora.

    ¿Conoce a Antonio López? Sí, me resulta una persona muy agradable. Coincidimos en un jurado en 2015 del MEAM [Museo Europeo de Arte Moderno] de Barcelona. Su trabajo es fantástico. Él pinta al aire libre, yo no. Emplea mucho tiempo en cada pintura. Monet también pintaba al aire libre, pero él solía hacer cinco o seis pinturas a la vez. Dedicaba un par de horas a una obra y, cuando la luz del día variaba, sacaba otra y seguía.

    ¿Cuánto invierte en cada pintura? Entre seis y ocho semanas. Hago tres o cuatro grandes obras al año, y luego otras tantas pequeñas. En el caso del autorretrato con cámara que mencionaba al principio, que aún está en mi estudio de Maine, llevo tres meses trabajando en él. Alguna pintura puedo hacerla en tres días. En este caso siempre son paisajes. Cuando pinto ciudades, está toda esa arquitectura, y tienes que ser más preciso. En toda mi vida, si retrocedemos a 1968, habré hecho unas setecientas pinturas.

    ¿Antes de 1968 no cuenta? No, porque ni siquiera las conservo en la gran mayoría de casos. Algunas se las di a mi tía, en especial las de Segovia. Recuerdo que había una muy grande. Ella murió, y no sé qué pasó con todas esas obras. Entonces no utilizaba la fotografía como recurso. Las pintaba directamente, a partir de dibujos.

    ¿Están firmadas? ¿La firma aparece oculta, como hace en algunas de sus pinturas posteriores? Eso llegó más tarde, cuando empecé a hacer pinturas fotorrealistas. Aparecen todos esos pósteres, letreros y vallas publicitarias con inscripciones y mensajes de todo tipo. Me permiten escribir, en lugar de “Hamburguesas a 35 céntimos”, pues “Richard Estes a 35 céntimos”, y otros guiños de este estilo. En los paisajes no puedes, y firmas a la manera tradicional. Cuando lo hago, es porque puedo estampar mi firma con discreción. Si retrocedes en la historia de la pintura, está Jan Van Eyck con El matrimonio Arnolfini y su firma elaborada con tanta elegancia. O el autorretrato de Velázquez, reflejado en el espejo de Las Meninas. Aunque mi pintura favorita de él, y donde también aparece oculto, es La rendición de Breda.

    ¿Le gustan los maestros antiguos? Sí, mucho más de lo que me gustan los modernos [risas].

    Richard Estes

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