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    Entrevista a William Kentridge

    William Kentridge suele decir que durante el régimen del apartheid sudafricano “quedó reducido a ser un artista”, mientras esperaba que la sociedad cambiara antes de decidir qué hacer con su vida. Cuando llegó la revolución, las cartas ya estaban echadas y su destino sería la creación en todas sus facetas: artista, actor, cineasta, dramaturgo, marionetista, y director de teatro y ópera. El artista más famoso de Sudáfrica nació en 1955 y estudió política, historia de África, y arte en la Universidad de Witwatersrand y la Johannesburg Art Foundation. También se formó en teatro y mimo en la École Jacques Lecoq de París con la esperanza de convertirse en intérprete. En los años 70 y 80 actuó y dirigió teatro, televisión y cine antes de vincularse a la producción visual. En la década de los 90, Kentridge ya gozaba de reputación internacional y sus obras dibujos y películas se exhibían en lugares como la Documenta de Kassel, la Tate Modern de Londres, el MoMA de Nueva York, la Albertina de Viena y la Bienal de Venecia. El artista, a quien la Fundación Mapfre concedió el Premio Penagos de Dibujo el año pasado, presenta estos días y hasta el 30 de agosto en el museo EYE de Ámsterdam dedicado al cine Si alguna vez llegamos al cielo, una exposición que repasa su dilatada carrera reuniendo algunos de sus proyectos de animación, dibujos e instalaciones más celebradas. Avanzamos un extracto de la extensa entrevista que publicamos en nuestro número de junio. Foto: Stella Olivier. Vanessa García-Osuna

    ¿Tiene algún recuerdo de la primera animación que vio? ¿Estuvo su decisión de hacer animaciones ligada a su formación como actor y director de teatro? Obviamente, la primera forma de animación de la que tengo memoria son los dibujos animados infantiles, que me encantaban. Y también recuerdo una caja desplegable en la que se podía ver a un deportista que te enseñaba a practicar un deporte concreto. Sin embargo creo que la primera experiencia memorable la tuve en Londres, a los quince años, cuando vi un programa del gran animador escocés-canadiense McLaren en el que demostraban que podías hacer películas de animación, no con la ayuda de un gran estudio como Disney, sino con medios muy razonables. Aquello se me quedó grabado y empecé a rodar películas animadas teniendo en mente las posibilidades de las técnicas stop-frame, la pixelación y la animación de objetos, en lugar de la tradicional animación celular. Mirando películas antiguas descubrí que mucho antes de mi, ya habían existido varios intentos de animación stop-motion muy sencilla y de animación dibujada de quince o dieciséis segundos que pueden considerarse el origen de todo.

    ¿Por qué llama a sus filmes ‘películas de la Edad de Piedra’? Es un término que yo utilizaba para referirme a la tecnología de 16 milímetros, muy rudimentaria, sin equipo técnico, sin estudio, en la que lo único que necesitabas para hacer la película era una cámara en la pared. Era el equivalente a las pinturas rupestres… Era como dibujar sobre las paredes estando a oscuras, a diferencia de la animación digital de alta tecnología que estaba en sus inicios cuando yo empecé a hacer películas de animación.

    En un momento de su vida decidió abandonar su carrera artística porque “sentía que no tenía derecho a ser artista”. ¿Qué generó esta sensación de frustración? La sensación de vacío y fracaso venía de que no era capaz de imaginarme haciendo un trabajo diferente al que hacía; pero al mismo tiempo aquel trabajo me hacía sentir profundamente infeliz. No sabía como lidiar con el espacio, cómo romper con la perspectiva de Alberti y con el hecho de que yo estaba trabajando para la industria del cine, donde la realidad se construía y reconstruía, donde podías separar las paredes o juntarlas o crear una fuente de luz artificial. Todo aquello me permitió entender cómo se puede construir un dibujo en lugar de recurrir al dibujo para tratar de construir algo que habías visto en el mundo real.

    ¿Cuánto tiempo estuvo sin dibujar? Cerca de tres años. En primer lugar para tratar de convertirme en actor, y luego para trabajar en la industria del cine, en vez de en la televisión. Más adelante, cuando todo se fue al garete, regresé a mi estudio para dibujar y, como suelo decir, quedé reducido a ser artista.

    ¿Qué le motivó a marchar a París a estudiar teatro con Jacques Lecoq? ¿Lo sintió, de alguna forma, como un exilio? No, nunca me sentí exiliado o que me estaba desterrando sino que sentí que me tomaba un año de formación a distancia, pues luego regresé. Creo que aquel año agotador me dio una gran confianza a la hora de pensar en el cuerpo humano como un instrumento poderoso capaz de transmitir significados, ya sea en una performance como en un dibujo. Por lo tanto, aplico los mismos principios al dibujar que actuar: hay que guiarse por las tripas, apoyándose en el gesto, no en la cabeza; se trata de no pensar en el brazo o en la mano, sino en el núcleo del cuerpo, y eso fue algo que aprendí aquel año que estudié en Lecoq. Ciertamente no me convertí en mimo, ni siquiera en actor, pero buscar los orígenes de un gesto, la motivación primera que se esconde en la contorsión de un brazo si eres actor, o en el movimiento de la mano al sostener el carboncillo si eres artista, era algo vital para mi. Cuando doy clases de dibujo normalmente suelo enseñar ejercicios teatrales en lugar de dibujísticos.

    Su obra se considera política y en ella está presente el apartheid, el neocolonialismo… ¿Cree que un artista puede cambiar la realidad? Esta pregunta presupone que la realidad es una cosa inmutable, en lugar de algo que consigue ser construido también a través de nuestra comprensión. No niego que existan rocas y piedras, pero los sitios en que se encuentran, lo que significan, tienen que ver con cómo se relacionan entre sí. Cómo nos relacionamos con ellas no es simplemente parte de la realidad, es una combinación del salvaje mundo exterior y nuestra conciencia tratando de entenderlo. Y el arte desempeña un papel vital, nos guste o no, en la forma en que nos construimos a nosotros mismos. Una parte de la manera en que nos imaginamos a nosotros mismos se construye a través de las cosas particulares que hemos escuchado o visto, de conversaciones, de una película vista en un momento concreto de nuestra vida, del sentimiento de comunidad, de compartir el placer por una determinada canción… Son maneras de reconocer quiénes somos y hasta donde hemos llegado a través de los artefactos culturales que uno mismo se fabrica. El arte es fundamental en la construcción y la deconstrucción, en el cambio y la creación del mundo.

    Dice que trabajar en la ópera o el teatro es como pergeñar un dibujo en cuatro dimensiones. ¿Cuáles han sido sus proyectos operísticos más especiales? No he trabajado en demasiados proyectos de ópera, han sido tres a gran escala con toda la maquinaria que conlleva un espectáculo de estas características, el coro, la orquesta, el contratista, el departamento de vestuario, había que coordinar todos estos elementos diferentes. Es un extraordinario privilegio poder trabajar con expertos de áreas muy diversas que unen sus esfuerzos para ofrecer al público este gran dibujo que es la ópera. Luego en la producción que hice de La Nariz, fuimos conscientes de que hablábamos no solo de la vanguardia constructivista rusa y de la década de 1930, sino de una forma de pensar sobre la esperanza, tanto en el mundo artístico como en el político. Y estoy muy contento con el proyecto que tengo ahora entre manos, Lulu de Alan Berg, que está directamente conectado con Shostakovich, e irá creciendo hasta desbordar el marco de la ópera en si misma.

    Como artista cuya obra está presente en renombradas colecciones públicas y es representado por galerías poderosas como Greg Kucera y Marian Goodman, ¿qué piensa de las cifras astronómicas que pagan los coleccionistas hoy por el arte contemporáneo? Ha habido tres períodos de la historia en los que el arte contemporáneo fue percibido por los coleccionistas como el más valioso y deseable de los productos culturales para comprar. Uno fue Florencia, en el Quattrocento, el segundo fue en Holanda durante la Edad de Oro del siglo XVII, y el tercero es el momento actual, que es una anomalía. Cuando yo era niño, un artista o un poeta tenían aproximadamente las mismas posibilidades de subsistir económicamente gracias a su arte. Hoy en día, sus perspectivas financieras son tan dispares que parece una broma. Así que es una rareza de la que yo obviamente me beneficio, no hay duda de ello. Hay muchos proyectos y empresas que hoy son factibles gracias a esta aberración del mundo del arte. Se realizan obras de arte y proyectos de escalas y naturalezas muy diferentes que no hubieran sido posibles antes, y eso no deja de ser extraño. Es una mezcla del mercado y de lo que los artistas dadaístas de la década de 1920 consiguieron: la ampliación radical de las posibles actividades que un artista podría hacer y aún así estar haciendo arte. Para mí es triste que las ferias se conviertan en el ámbito dominante en que las personas ven ahora el arte, y esto sucede a menudo a expensas de las bienales que tenían la virtud de tener un punto de vista curatorial concreto al poner las obras juntas en lugar de la locura que supone tener una pléyade de galerías diseminadas por una gran feria.

    ¿Siente la presión del mercado del arte? No en el sentido de que me digan ‘esta es la obra que tienes que hacer para el mercado’, aunque sin duda existe una posibilidad de que me digan que le darán a la obra el beneficio de la duda. A la hora de decirle a una galería ‘este es el proyecto que quiero hacer y necesito tu ayuda para poder llevarlo a cabo’ ayuda estar en una posición consolidada.

    ¿Es coleccionista? No lo soy por naturaleza pero a lo largo de los años me he ido comprando algunos aguafuertes, unos cinco o diez, son imágenes que me influyeron en mis inicios como joven artista o como estudiante. En casa tengo algunos grabados de Goya, una estampa de Picasso de la Suite Vollard… cada uno tiene una historia y una conexión particular conmigo.

    ¿Cómo recuerda sus trabajos en España, en el CAC de Málaga y el MACBA de Barcelona? La exposición en el Macba fue genial, en parte gracias a mi buena relación con el que entonces era su conservador-jefe, Manolo Borja-Villel. Manolo fue un comisario especialmente maravilloso y confío en que volvamos a trabajar juntos en el futuro. Obviamente, siento una conexión muy fuerte con Goya, es uno de los artistas fundamentales a los que vuelvo la vista una y otra vez, así como Velázquez, aunque tengo más conciencia de él como pintor, de las cosas que hizo con el óleo que son muy diferentes de las que uno hace con tinta o con carboncillo. Pero es obvio que la gran creación artística española no se reduce a Goya y Velázquez.

    William Kentridge
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