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    Alfonso Albacete, constructor de quimeras

    “En el arte hay una aspiración a la felicidad que me interesa cultivar” sostiene Alfonso Albacete (Antequera, Málaga, 1950), figura esencial en la renovación que la pintura española vivió entre los años 70 y 80. Su lenguaje, que se mueve entre la abstracción y la figuración, se caracteriza por un impactante cromatismo, deudor del expresionismo abstracto americano. Representado por la galería Marlborough y con presencia en instituciones como el Reina Sofía, el CAAC, el Museo Abstracto de Cuenca o en grandes colecciones como las de Helga de Alvear, el Banco de España o The Chase Manhattan Bank, el pintor malagueño suma un nuevo reconocimiento a su carrera con el ingreso en la Academia de Bellas Artes de San Fernando. Lo ha hecho con el discurso Bosquejo de la pintura hablada, una reflexión sobre la trayectoria de la pintura desde la Prehistoria, cuando se materializó la primigenia relación entre lo real y lo representado, instante en que «se inicia en el mundo una práctica física y mental, hasta ese momento desconocida, es decir, un trazo definitorio y simbólico al que más tarde otras gentes llamarían dibujo». Albacete también medita sobre el «eterno reto, siempre perdido, de saltar el abismo insuperable que separa lo pensado de lo existente, o la mirada de la realidad física». 

    ¿Cómo fue su primer contacto con el arte? Casi no lo recuerdo porque fue desde muy pequeño; mi madre era pintora aficionada y en mi casa siempre había utensilios de pintura. A veces digo en broma que el aguarrás era un olor familiar en mi infancia, pero realmente, empecé con 9 años con un pintor que vivía cerca de casa; la nuestra estaba en una zona bastante apartada, como de monte, y al lado vivía Juan Bonafé, uno de los artistas a quien habían encargado copias de pinturas famosas para las Misiones Pedagógicas de la II República. Con él me inicié en la pintura. Esto era en un pueblo de las afueras de Murcia, La Alberca; en aquella zona no solamente estaba él, había otros pintores que no son muy conocidos, como por ejemplo Antonio Gómez Cano, que había estado en el Salón de los Once promovido por Eugenio d’Ors; era gente que no estaba totalmente, digamos, condenada por la posguerra, pero que sí se mantenían un poco aislados porque de una forma u otra habían pertenecido al bando republicano y no se les permitía tener demasiada relevancia artística.

    ¿Cuántos años duró esta etapa? Pues desde los 9 hasta los 17 años, que fue cuando me marché a estudiar fuera; primero a Valencia y luego a Madrid. En Valencia entré más en contacto con el Pop y con este tipo de pintura más contemporánea mientras que en Madrid lo hice con el arte conceptual a través de la Escuela de Arquitectura, de Simón Marchán y de Ignacio Gómez de Liaño, y poco a poco me fui confundiendo aún más de lo que ya estaba [sonríe]. A mediados de los 70, aunque había hecho algunas exposiciones individuales, tuve una pequeña crisis y decidí abandonar la arquitectura para dedicarme exclusivamente a la pintura…..  [Marga Perera. Foto:  Oak Taylor Smith. Cortesía Galería Marlborough]

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