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    Domínguez, el surrealista espontáneo

    En su Diccionario de las vanguardias en España, el crítico Juan Manuel Bonet subraya que, junto a Joan Miró y Salvador Dalí, el pintor Óscar Domínguez (Tenerife, 1906 – París, 1957) forma parte de la tríada de nombres que España aportó al movimiento surrealista internacional. Resulta evidente que una definición así traza una justa cartografía que no escatima los logros ni la relevancia del legado del pintor canario en el contexto del arte de vanguardia de la primera mitad del siglo XX. Claro está que, a la grupa de semejante constelación de nombres, se sumarían también Remedios Varo y Esteban Francés, artistas que, por edad, comparten con Domínguez el hecho de pertenecer a la segunda generación de surrealistas. Actualmente, la obra de Óscar Domínguez ha gozado del beneficio de diversas investigaciones y publicaciones que han ampliado el conocimiento sobre los distintos períodos por los que atraviesa su impulso creativo.

    Si para el Surrealismo la imagen es una creación libre del espíritu, una invención al margen de cualquier atadura con el mundo o una maquinaria capaz de dinamitar la realidad inmediata y de abrirse a otros espacios imprevisibles, la pintura de Óscar Domínguez ofrece una de las versiones más singulares de aquella apertura del pensamiento. La calidad plástica de su iconografía encuentra nuevas posibilidades dentro de lo real y amplía los horizontes de la imagen. Su pintura nos sorprende, así, con una descarga onírica y visionaria, con un golpe sorpresivo del azar. En efecto, sus creaciones constituyen una de las más altas manifestaciones del impulso del juego, libre; imaginación liberada de la rémora de los prejuicios y de lo consabido. En este sentido, Óscar Domínguez es visceral e imprevisible, obsesivo y visionario, el inventor de la decalcomanía, el magnífico constructor de objetos surrealistas y el artífice de inquietantes realidades oníricas que sacuden –en palabras de Agustín Espinosa– “los raíles de un tren en llamas”. Su mundo poético se nutre, pues, de una ontología propia, directa y vivencial, ligada a su juventud en el norte de la isla de Tenerife, donde gesta una concepción irracional y sobreabundante del color y de los enigmáticos procesos de la metamorfosis que van a acompañar a su obra a lo largo de toda su trayectoria vital. La suya es, en buena medida, una conquista del mundo por la imagen, porque de ninguna otra manera podría calificarse una pintura y una intuición oníricas presididas por un espíritu surrealizante en estado puro y en perfecta consonancia con la maquinaria clandestina, vertiginosa e irracional del Surrealismo.

    Óscar Domínguez está considerado, hoy por hoy, tal y como apunta Patrick Waldberg –uno de sus mejores amigos y críticos– un auténtico arqueólogo del inconsciente, capaz de bucear en fabulosas imágenes que se nutren, fundamentalmente, de aquella condición mágica que atribuyera André Breton y Benjamin Péret a las geografías atlánticas de las que era originario Óscar Domínguez, pues las formas caprichosas que adopta la Naturaleza de Canarias constituían auténticos acontecimientos surrealizantes. Desde su incorporación a las filas del grupo surrealista parisino en 1934, Óscar Domínguez tomaría partido en la mayor parte de las publicaciones y exposiciones colectivas programadas por aquel colectivo de pintores y poetas. Pronto se incorporaría a las reuniones y a las tertulias que por aquel entonces tenían lugar en el parisino café de la Place Blanche. En sus pinturas, decalcomanías, dibujos y objetos surgiría, así, la necesidad de un nuevo lenguaje que exprese el enunciado visual, analógico y autónomo de la mente o el funcionamiento real del pensamiento; es decir, un lenguaje que haga de la imagen su principal unidad de acción, ajeno a preocupaciones estéticas y morales, y al margen de control lógico alguno, tal yo como pretendía el Surrealismo en su primer manifiesto de octubre 1924. La imagen más surrealista se formularía, entonces, al servicio de la versatilidad del juego, del sueño o de la enajenación. Cuántas veces asistimos, en la pintura de Óscar Domínguez, a una detonación visual que propicia el encuentro fortuito entre realidades distantes e irreconciliables. Cuántas asistiríamos a aquella luz de la imagen; o chispa óptica del pensamiento, radicalmente visionaria que buscaba a toda costa los creadores surrealistas. Aquí radica una de las claves de su pintura: dotar de sentido al ejercicio de la libertad creadora, entendiendo arte y vida como un único impulso en el que el azar, la subjetividad, el deseo, el humor negro y lo irracional se dan la mano. La capacidad innata de Óscar Domínguez para donner à voir escenas propiciadas por una imaginación extraordinaria, nacidas del sueño de la razón, le otorga la merecida fama de surrealista espontáneo. [Isidro Hernández Gutiérrez es Conservador Jefe de la Colección TEA Tenerife Espacio de las Artes]

    Foto: Óscar Domínguez en su estudio © Michel Sima. Rue des Archives. Cordon Press
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