Como la gran mayoría de los pintores europeos a partir del siglo XV, Pedro Pablo Rubens (1577-1640) trabajó dentro de un sistema de taller heredado de los artesanos medievales. La labor necesaria para pintar un cuadro, desde la preparación de los materiales, pasando por los momentos más creativos de concepción de imágenes, hasta su plasmación final sobre un lienzo o una tabla, se dividía en fases que permitían que el maestro y sus ayudantes intercalasen su trabajo. Con ese método se ampliaba la productividad de los obradores. El que Rubens dirigió en Amberes fue uno de los más prolíficos y exitosos (además de uno de los mejor documentados) y a él se dedica una exposición organizada por el Museo del Prado, El taller de Rubens, comisariada por Alejandro Vergara, jefe de Conservación del Área de Pintura Flamenca y Escuelas del Norte. La muestra confronta más de 30 obras, entre pinturas ejecutadas exclusivamente por el maestro, otras pintadas por sus ayudantes y otras, resultado de diferentes grados de la colaboración entre estos y aquel. “Su excelencia no debe pensar que los otros cuadros son meras copias, puesto que las he retocado hasta tal punto que apenas se distinguen de un original” escribió Rubens a uno de sus comitentes en 1618. En obras como la Alegoría de la pintura de Jan Brueghel el Joven vemos a equipos de artistas dedicados a diferentes labores, desde la preparación de los soportes, pinceles y colores hasta la pintura de los cuadros. Es importante recordar que todos los cuadros que salían del taller de Rubens eran productos de su marca. A pesar de ello, sus contemporáneos, y él mismo, valoraban más los originales pintados enteramente por el maestro que los de taller. Además de cuadros plenamente autógrafos y otros pintados con diferentes grados de colaboración de ayudantes anónimos, en algunas obras Rubens contó con artistas especializados en paisajes, animales, flores o frutas. Cuando necesitaba a un especialista en la pintura de animales, vivos o muertos, solía elegir a Frans Snyders. Como apunta el comisario de la muestra: “Personalmente, Rubens, se no se preocupó demasiado de la formación de artistas jóvenes. Prefería colaboradores experimentados que pudieran aportar más a la productividad del estudio”. Como le señaló a uno de sus clientes, el duque del Palatinado-Neoburgo: “Dudo que pueda encontrar entre mis discípulos a alguno capaz de realizar el trabajo aun siguiendo mi diseño; en cualquier caso, será necesario que yo lo retoque a fondo a de mi mano”. Rubens solía estar presionado por los plazos de entrega de sus encargos y hay numerosos testimonios que lo confirman. En una carta a un cliente afirma haber dado “el último toque a la mayor parte de las pinturas que habéis elegido, llevándolas a la mayor perfección de la que soy capaz […] y si el sol brilla con fuerza y no hay viento (que levanta polvo y daña los cuadros recién pintados), quedarán listas para ser enrolladas tras cinco o seis días de buen tiempo”. En términos generales es posible establecer una clara diferencia entre la manera de pintar del maestro y la de sus ayudantes. Tal como escribió el historiador suizo Jacob Burckhardt en su libro Recuerdos de Rubens (1898): “por lo general [Rubens] trata de que el espectador se vea atrapado en una única ola y transportado más allá del análisis”. [Hasta el 16 de febrero. Museo del Prado. Madrid. Museodelprado.es]
