He vivido tres vidas. La primera dedicada al teatro, la segunda al derecho -como procurador he intervenido en 15.000 pleitos-, y la última, como galerista. Con la perspectiva que me dan mis casi ochenta y cuatro años, siento que el arte me ha proporcionado la mayor felicidad”, relata el respetado galerista madrileño Leandro Navarro, que acaba de celebrar el 40° aniversario de su galería con la extraordinaria exposición Una selección para el 40 aniversario argumentada con esculturas de Lobo, Oteiza y Gargallo, cuadros de Picasso, Juan Gris, Morandi, Óscar Domínguez, Torres-García, Georges Valmier y María Blanchard, y deliciosas obras sobre papel de Kandinsky, Balthus y Lucien Freud, entre otros.
“Mi amor por la belleza en todo su sentido, antigüedades, muebles, pinturas, esculturas… me llevó al arte. Y el perfil de mis clientes es el de grandes aficionados, ya sea un empleado de correos o el propio rey de España”.
Precisamente el monarca protagoniza uno de los episodios más entrañables que evoca el galerista madrileño. “Durante una de las últimas ediciones de Arco, el rey entró en nuestro stand y, con esos detalles de memoria tan formidables que tienen los borbones, me dejó perplejo al decirme: ‘¿Cuándo te doy otra medalla, Leandro?’ (acababan de concederme la del Mérito a las Bellas Artes). Algo aturdido le respondí: ‘Majestad, con la que tengo estoy encantado’. Entonces, acercándose a una preciosa escultura de Pablo Gargallo (Jeune fille espagnole) comentó: ‘Es muy bonita, quiero comprarla. Pero ¡hazme buen precio!’.
Hijo de un importante escritor y dramaturgo, Leandro Navarro se relacionó desde joven con la intelectualidad de la época: “Conocí a todos los grandes actores, escritores, intelectuales … ¡incluso he jugado al ajedrez con Jacinto Benavente!”
El joven Leandro hizo además sus pinitos literarios, estrenando media docena de obras de teatro. “Como escritor me inicié a los 17 años, y lo dejé al casarme, en los años 50. Mis primeros trabajos eran traducciones, porque en aquella época eran los actores y actrices famosos quienes determinaban si una obra triunfaría o no, porque el público iba a verles a ellos. Estrené una adaptación de un libro de Lajos Zilahy, con Irene López Heredia y Mariano Asquerino, y poco después, con un guión original mío titulado Como somos ahora conseguí gran éxito en Zaragoza, con una compañía de un padre y un hijo actores que luego se disolvió por lo que no llegó a presentarse en Madrid. En otra ocasión quedé segundo en un premio de novela corta con mi relato París, lo que me que daba derecho a que la editaran. Mi gran éxito, no obstante, fue una comedia musical, con partitura del maestro Moraleda y con la vedette más famosa del momento, Virginia de Matos. ¡Gracias a este espectáculo pude comprarme mi primer coche y casarme!.”
La mujer con quien contraería matrimonio, y con quien ha compartido el proyecto de la galería, era Conchita, hija del gran coleccionista Juan Valero, albacea testamentario de José Gutiérrez Solana, fallecido con apenas 46 años, dejando la colección de acuarelas en color del expresionista madrileño más importante en manos privadas, más de veinte. “El núcleo de mi colección lo forman estas acuarelas, y cuatro óleos, con los que yo he tratado de acrecentar el magnífico legado de mi suegro.”
HISTORIAS DE UNA COLECCIÓN
El veterano galerista y su mujer son renombrados coleccionistas. Su vivienda refleja su refinamiento con exquisiteces como, por ejemplo, una primorosa colección de opalinas azules que han ido adquiriendo por todo el mundo.
La colección de pintura se estrenó con una acuarela de Benjamín Palencia que tiene una peculiar historia.
“Era el año 1956, y mi mujer, Conchita, se había quedado prendada de ella al verla en una exposición en el Círculo de Bellas Artes. Yo me propuse regalársela, pero no sabía dónde contactar con el artista. Finalmente logré averiguar donde vivía, y me dirigí a conocerle para presentarle mi oferta.
Cuando le manifesté mi interés en adquirirla, Palencia objetó ‘no es posible. Pertenece a mi colección particular’. Resignado, le pedí, al menos, contemplarla una vez más. Me llevó a su estudio, situado en el piso adyacente, y allí me la mostró. Viéndola, volví a insistirle, a lo que repuso: ‘De acuerdo. Se la venderé con una condición. Será la obra más cara que haya vendido nunca.’
Algo alarmado pregunté el precio. ‘15.000 pesetas’. Afortunadamente disponía del dinero, y acepté. Me di cuenta de que Palencia se sentía abochornado por la exorbitante cifra que había pedido, y, a continuación, me sorprendió diciendo: ‘Y la segunda condición del trato, es que le regalo dos dibujos. Escoja usted’.
“Me siento más coleccionista que galerista” admite Leandro Navarro que proclama que nunca expone en su galería nada que él mismo no coleccionaría. “Además de Solana, me interesa el mejor realismo español. De Antonio López, un artista del que es tan difícil tener obra, yo tengo ocho trabajos. También de Carmen Laffón, Julio y Francisco López Hernández, Isabel Quintanilla…
En cuanto a las firmas internacionales, no he podido llegar a los óleos casi nunca, pero sí cuento con una maravillosa colección de obra sobre papel donde están Picasso, Miró, Dalí, Gleizes, Schwitters, Morandi, Torres-García, Lindner, etc. No he perdido la ilusión, sigo incorporando piezas nuevas; la última ha sido un cuadro de Jorge Castillo, un magnífico pintor del que aún no tenía nada.” Y predice: “La obra de Joaquín Risueño y de Clara Gangutia ganará en proyección”.
Cuando se le plantea el dilema de escoger su obra más preciada, el galerista contesta sonriendo: “En cierta ocasión le preguntaron a Eugenio d’Ors qué obra salvaría si se incendiara el Museo del Prado. El mencionó la tabla de Andrea Mantegna, que, por otro lado no creo que sea lo mejor. Pues a mi me pasaría algo parecido, tal vez cogiera la acuarela de Palencia, por su significado personal”.
Leandro Navarro también ha encargado a algunos de sus artistas predilectos que retraten a sus hijos y nietos. “Pedro Bueno, por ejemplo, pintó a mis dos hijas, Francisco López ha hecho esculturas de mi nieto, y Daniel Quintero ha retratado a mi nieto mayor.” Y no titubea cuando se le pide que se quede con una exposición, de la dilatada lista de muestras que ha promovido, ya sea durante su etapa en las galerías Biosca y Theo, o en la suya propia: “La de Óscar Domínguez, en 1973 en Biosca, por lo que luché por hacerla y lo que me emocionó”.
Dos nombres salen de sus labios al hablar de los dos artistas con los que ha tenido una relación más especial: “Juan Barjola, un ser extraordinariamente humano, que vivía por su pintura. Y que tuvo ese final, tan propio de una persona enamorada de lo que hacía, el de morir ‘matado’ por sus propios cuadros” [el artista sufrió un accidente al caérsele encima unos lienzos que le provocaron graves contusiones que le llevaron a la muerte]. Y Cristino de Vera, un místico en perenne búsqueda de la sencillez, de la belleza tranquila, sin alharacas.”
Y se despide de nosotros relatando una divertida anécdota ocurrida hace años. “Un día entró en la galería un caballero, que empezó a recorrer las salas contemplando los cuadros de Pancho Cossío que teníamos expuestos. Se dirigió a mi y, señalando cuatro pinturas, me preguntó: ‘¿Cuánto cuestan?’. Le dije el precio y resuelto contestó ‘¡Me las quedo!’. Me brindé a hablarle del artista y su obra, pero me detuvo expeditivo: ‘No se moleste, no me interesa, los compro por capricho, es el primero que me concedo en mucho tiempo’. A continuación empezó a relatarme el gran desengaño que había vivido con sus hijos. El mayor, al que suponía finalizando la universidad, resultaba que no había pasado del segundo curso; el mediano, al que costeaba clases de inglés, jamás había pisado la academia, y su hija adorada, que se suponía recibía lecciones de guitarra clásica, en realidad tocaba la batería en un conjunto pop. En medio de la ofuscación había encontrado por azar mi galería y había decidido hacerse un regalo. Por cierto, este extravagante cliente jamás volvió.”
La saga continúa
“cuando mi padre trabajaba en la galería Biosca, los viernes por la tarde, mi madre iba a recogerle, con los cuatro hijos, para irnos juntos a pasar el fin de semana a el Escorial. Mientras mis hermanos esperaban pacientemente en el coche a que mi padre saliera, yo, que tendría unos nueve años, siempre quería entrar en la galería a ver las exposiciones…” evoca Iñigo Navarro, que lleva veinte años trabajando en la galería junto a su padre. “cuando acabé la carrera de derecho, entré en la galería y lo mismo colgaba cuadros que asistía a las negociaciones con grandes coleccionistas, como Juan Abelló. Fue un inmenso privilegio que mi padre me permitiera conocer los entresijos de la profesión desde el principio.” “Aunque es mi hijo –expone Leandro- lo valoro como profesional. es sumamente serio, honesto y formal. Es el primero que llega, y el último en marcharse. No solo se ocupa de la galería con gran acierto, sino también de los problemas de la profesión, ha trabajado para que las galerías estemos más unidas, para que se estudie el tema del IVA… ¡Y también es coleccionista!.”
Iñigo pretende respetar la orientación que su padre ha impreso a la galería, “Fuimos la primera galería privada española en organizar una exposición de Giorgio Morandi y Kurt Schwitters, y por nuestra sala han pasado los grandes de la figuración. Nos estimula, por ejemplo, enfrentar un cuadro de Antonio López con un Lucien Freud. O colgar en la misma sala a Picasso, Juan Gris, Kandinsky y Valmier. Mi apuesta seguirán siendo las vanguardias históricas y la internacionalización del mejor realismo español, participando en ferias como Arco o Art Basel Miami”.
Carlos García-Osuna