Las flamantes salas de Arte Islámico del Museo del Louvre que se acaban de inaugurar tras un ambicioso y complejo plan de restauración, ocupan 4.600 m2.
En ellas se exhibe una selección de más de 2.500 piezas cuidadosamente escogidas del fondo de 15.000 que posee el departamento de Arte Islámico, que incluye también las 3.400 cedidas por el Musée des Arts Décoratifs de París. Ambas colecciones son excepcionales y en ellas encontramos obras maestras indiscutibles de la civilización islámica representativas de toda su geografía, desde España a la India, y de todo su espectro cronológico, que se extiende desde el siglo VII hasta el XIX.
A lo largo de sus ochocientos años de historia, el palacio del Louvre ha contado para sus proyectos arquitectónicos con los innovadores más reconocidos de cada época. Las nuevas salas han sido ideadas por los arquitectos Rudy Ricciotti y Mario Bellini que han logrado un equilibrio sutil y elegante entre las fachadas neoclásicas del patio del siglo XVII y la necesidad de ofrecer un homenaje contemporáneo y universal al arte islámico a través de un techo de vidrio ondulado que cubre las galerías, y que permite, discretamente, la entrada de la luz natural difusa para iluminar los espacios expositivos. En palabras de sus creadores “todo el edificio es una sinfonía de vidrio y metal.”
Con el telón de fondo del restaurado Cour Visconti, uno de los patios interiores más ornamentados
del palacio, el nuevo Departamento de Arte Islámico ofrece una privilegiada ventana al extraordinariamente rico y diverso patrimonio artístico del mundo islámico.
La directora del Departamento de Arte Islámico, Sophie Makariou descubre, en exclusiva para Tendencias del Mercado del Arte, los secretos de su pieza favorita.
Está soñando, ¿tal vez se ha enamorado? ¿De quién?. El doncel luce un gracioso turbante del que escapan algunos rizos de su pelo. El arco de sus cejas se perfila como una pequeña ave sobre sus ojos que miran hacia abajo; en la esquina, se adivina la presencia, por la larga tela de su turbante, de otro personaje. Este azulejo formaba parte de una escena más amplia. Este fragmento único pudo concebirse para tomar parte de un concurso poético en un jardín del cual conocemos algunos ejemplos.
En el Museo del Louvre se conserva un panel completo, dos más se encuentran en el Metropolitan de Nueva York, otro en Londres (Victoria and Albert Museum). En ninguno de ellos se emplea el espléndido y refulgente color amarillo que sirve de fondo aquí. Jamás se ha vuelto a encontrar una paleta tan vívida: el profundo azul salpicado de llamas amarillas con flores turquesas, el verde claro y brillante como el de un jardín paradisíaco.
Entre los dos jovencitos desborda la savia de un ramito de escaramujo, un tipo de rosal silvestre. En la poesía persa se recurre a menudo a la metáfora del escaramujo enrollándose sobre un ciprés. Es la imagen del amor, ya sea humano o divino.
Una absoluta obra maestra. No puede decirse otra cosa. Borges la hubiera llamado “libro de arena”.
Es la quintaesencia de la cultura árabe: un sentido nos lleva al otro. El exotismo no oculta su significado esotérico. Una sola lectura no agota todo lo que cuenta. En los cuatro medallones que decoran este píxide se desarrolla un drama cuyo argumento parece inextricable. En la escena del trono, un músico toca el laúd situándose entre dos enemigos.
A la izquierda un hombre sentado que porta un frasco en una mano y un cetro en la otra dirige una mirada cargada de animosidad a su compañero colocado a la derecha.
El abanico de paja que sostiene en su mano lo rebaja al papel de criado; pero no padece de la desgracia del odio. Al contrario, el hombre que, se supone, detenta el poder no disfruta de su autoridad. En un medallón opuesto aparece la ancestral imagen del toro dominado por el león, rey de los animales en el mundo mediterráneo, que evoca recuerdos de cuentos y fábulas dirigidos a los poderosos de este mundo: «Cuando dos amigos conocen la desgracia de ver cómo entre ellos se infiltra un falso mentiroso, se separan […] El toro Shanzabeh se prepara para la lucha y el león se abalanza sobre el toro; ambos libran un duro combate […] El león que acaba de terminar su combate siente cómo su cólera se esfuma. “La desaparición de Shanzabeh me apena, pues estaba lleno de conocimiento y sabiduría”» (Ibn al-Muqaffa, El libro de Calila y Dimna. hacia 720-757).
Las numerosas imágenes que embellecen el píxide del príncipe al-Mughira no hablan de otra cosa que de una lucha despiadada por el poder, ya aludiendo a un combate personal o a la posición histórica e ideológica de una dinastía como la Omeya de España. De esta manera pueden interpretarse los dos medallones restantes: dos caballeros recolectan los frutos maduros de una palmera, el árbol que simboliza a esta dinastía. En el último, un grupo de peones atacan un nido de halcones.
Nos recuerda la famosa sentencia del califa abasí de Bagdad, al-Mansur: “los Omeyas son los halcones [los mejores] de los Quraysh [el clan del Profeta]. Por haber recibido tal mensaje grabado en la frágil piel del marfil, el príncipe al-Mughira, de 27 años, falleció, asesinado por el bando favorable a su sobrino Hisham, que cumplía 11 años. Fue el principio de la fitna, la guerra civil que acabó con el reino de los Omeyas en España. Fue un día triste de 976.